Rezo, para que me olvides - Capítulo 46
—¡Adelante, Mayor Falkner! Lady Rize, entonces no me contendré y entraré con gusto, así que ábrase.
—¡Ahh, no, Mayor! ¡No me refería a que entrara por ahí!
El Mayor, divertido al ver mi reacción, empezó a montar un espectáculo como si estuviera actuando en una obra de teatro.
—Cuando dijiste «entra», estuve a punto de levantarte la falda y meterlo. No sé si es que eres ingenua o que te gusta demasiado… Tsk.
Lamentó con fingida frustración que yo no hubiera caído en su propia trampa.
—Vas a terminar gimoteando debajo de mí, cuando acabe contigo, saldrás corriendo a contarle a tu esposo: «¡Ese pervertido me forzó!» ¿Vendrá corriendo con un hacha hasta aquí, como la última vez? Mira, yo no tengo la culpa. ¡Fue tu esposa quien me dijo que entrara! ¿Qué quieres que haga si tengo su permiso?
Ahora incluso se burlaba de Johann. Al ver que yo ya no respondía, comenzó a pinchar donde más dolía, como si supiera cuál era mi único punto débil.
—¿Aún así vas a seguir fastidiando? Basta con apuntarle con un arma. ¿Qué dices, lo mato o no?
Si su intención era asustarme, lo logró. Me dio tanto miedo que supe que, incluso si me forzaba, no se lo diría jamás a Johann.
Temía más que Johann lo descubriera… porque si eso pasaba, el mayor acabaría muerto, y yo no podría soportarlo. Entonces, antes de que eso ocurriera, sería yo quien pondría una bala en la cabeza del mayor. Aún llevaba conmigo el revólver que había guardado justo para ese tipo de situación.
En cualquier caso, en esta habitación el silencio era oro. Me limité a barrer el suelo sin decir palabra. Cuando ya iba por la mitad, el mayor, como si se aburriera de insistir en mi punto débil, dejó de provocarme.
—Pfff…
Se sentó en una silla, encendió un cigarro y dejó caer la ceniza al suelo. Quedaba claro que no pensaba dejarme marchar antes de tiempo.
Aun con la cabeza medio dañada, no era tan estúpida como para pensar que si barría rápidamente su porquería, él me dejaría ir. Al contrario, si me acercaba demasiado, quién sabe qué podría pasar.
Limpiaba solo las zonas más alejadas, esperando que saliera de una vez a trabajar, pero el mayor no dejaba de seguirme con la mirada. Entonces, murmuró en voz lo bastante alta para que yo lo oyera:
—Parece que estás aún más flaca que anteayer.
Desde que Johann se había ido, había perdido el apetito. Casi no comía al mediodía, lo que me parecía una buena forma de ahorrar dinero y comida. Pero Johann opinaba todo lo contrario.
Decía que, como ya comía poco de por sí, mi dieta no suponía gran ahorro. Y tenía razón, claro… pero eso no me devolvía el apetito.
—Si la boca de arriba no come, la de abajo tampoco lo hace —solía decir él.
Aun sin hambre, me obligaba a comer por las malas. Últimamente, con lo difícil que era encontrar alimentos grasos o dulces, había adelgazado más, y Johann se preocupaba todos los días. Para mí, eso era una dicha.
‘Johann me ve desnuda cada día, así que claro que lo nota… pero, ¿será que los demás también lo ven?’
Me miré el rostro reflejado en el espejo de la pared, preguntándome si tendría las mejillas más hundidas. El mayor, al ver mi gesto, soltó un suspiro. No uno de cansancio, sino más bien un gemido sucio, como los que se escapan en pleno acto.
—En la mesa de los Lenner cada día se acumula más polvo… Mi corazón se rompe, pero mi polla babea y jadea de deseo. Si pasas un poco más de hambre, tú también terminarás abriéndote a esta verga.
No me sorprendió ni me avergonzó oírle decir que me estaba consumiendo. Ya lo esperaba. Además, su forma de actuar recordaba a la de un comerciante que viene a tasar vacas… como aquel que vino hace poco a comprarle una res al matrimonio Bauer. Me miraba de arriba abajo, valorando mi cuerpo como si pudiera ponerle precio.
—Hoy, el precio de Rize Einemann es cinco vales de racionamiento. Ah, no pongas esa cara. No es que tu cuerpo haya perdido valor, es que los vales se han encarecido.
El mayor, como si intentara consolarme, añadió esa explicación absurda antes de comenzar su sermón, fingiendo una preocupación sincera por mi futuro.
—Rize Einemann, parece que aún no entiendes cómo funciona este mercado. Será mejor que espabiles antes de que tu precio se devalúe aún más.
Pero el que no entendía nada del mercado —o no quería entenderlo— era él. Era el mismo que regateaba sin pudor el precio de una mujer que ni siquiera tenía intención de venderse.
—Todo el dinero que deberías estar ganando tú, se lo está llevando esa de las pecas.
No sé si no sabía el nombre de Brigitte, si no quería saberlo o si simplemente pensaba que un nombre decente era demasiado para alguien como ella. Para él, solo era “la pecosa”.
—¿No te da rabia? Si hubieras hecho con lo que te doy lo mismo que hizo ella, ahora mismo serías la reina de este pueblucho.
Brigitte, a cambio de todas las humillaciones que soportaba delante de mí, recibía más vales, más dinero, más artículos de lujo que cualquier otra. Con eso empezó a comerciar, y le fue sorprendentemente bien.
No sé cómo lo hizo, pero consiguió un camión y empezó a ir a la ciudad, donde adquiría bienes escasos por aquí, ya fuera mediante raciones o comprándolos. Luego los revendía en Eisenstadt, tanto a civiles como a los soldados del búnker, a precios altísimos. Incluso había empezado a proveer al propio búnker de productos de primera necesidad y lujo.
Así, en apenas un par de meses, Brigitte se coronó reina de este remoto pueblo de montaña. Mientras todos pasaban hambre y frío, ella se paseaba con ropa nueva y cara, ceñida a un cuerpo sonrosado y bien alimentado.
—¿De verdad no sientes nada al ver cómo esa cerda engorda mientras tú te secas como una ramita?
El que debería sentir algo al ver eso no era yo, sino él.
—No es asunto mío, pero es una verdadera lástima.
Si tanto le dolía, podía dejar de hacer lo que hacía. Sabía perfectamente de quién era la culpa de que Brigitte engordara y yo me secara. Y aun así, insistía en atormentarme mientras alimentaba el negocio de aquella mujer. No lo entendía.
—Piénsalo bien. Si lo haces, hasta la vida de tu marido se volvería más fácil, ¿no crees?
Al ver que no respondía, volvió a tocar mi punto débil.
Pero quien de verdad debía pensar mejor las cosas era el mayor. ¿De verdad creía que Johann querría vivir así?
Johann era un hombre recto y trabajador. Aborrecía con toda el alma a quienes se enriquecían a costa de la miseria ajena.
Antes que engordar como Brigitte a base de chupar la sangre de los demás, preferiría morirme de hambre. Y más aún si esa sangre es la de su esposa amada.
Es cierto que la tristeza de Johann es mi alegría, pero no porque quiera verlo sufrir de verdad, sino porque me hace feliz saber que tiene miedo de perderme. No deseo que realmente me pierda y sufra por ello.
—Aunque diga que no, seguro que siente envidia cuando ve a la pecosa. Debe pensar: “Ojalá mi esposa dejara de vaguear, de malgastar las raciones y empezara a ganar algo de dinero… aunque fuera vendiéndose al mayor.”
Lo ves… El mayor no tiene ni idea de quién es Johann realmente.
—Entonces, ¿por eso aún no me ha dado sus escritos?
Sigue insinuando que Johann es sospechoso, como si no supiera quién es el verdadero sospechoso en esta historia.
—Ya le expliqué que no es eso.
Se lo he dicho decenas de veces en estos dos meses. Que ya hablé con Johann y le conté que el mayor quería recomendarlo como redactor para el Primer Ministro. Pero Johann, agobiado ya con corregir y revisar los deberes de redacción de sus alumnos, apenas tiene tiempo para escribir algo propio.
Él es de los que, aunque todos se esfuercen por rascar tiempo de donde no lo hay con tal de aspirar a ese cargo de escritor oficial, prefiere declinar la oferta. Tanto Johann como yo, y hasta el mismo mayor, sabemos que su excusa no se sostiene.
—Entonces, debe de haber otra razón por la que no me muestra sus escritos.
—Será porque usted no tiene motivo alguno para ayudarlo.
Reconocí abiertamente que Johann está ocultando sus escritos, y eché la culpa al mayor. No es que Johann sea sospechoso… es que usted lo es.
Porque el mayor realmente es sospechoso.
Si de verdad quisiera conseguir los escritos de Johann, podría hacerlo por otros medios. No necesita presionarme a mí. Y sin embargo, lo hace, como si su verdadero objetivo no fuera el manuscrito… sino yo.
—Entonces, ¿por qué no los escribes tú?
Y ahí está. Ya ni siquiera finge que Johann le interesa. Ahora parece que la que le interesa soy yo.
—No sé escribir.
—Mentira. Recuerdo perfectamente que dijiste con tu propia boca que sí sabías.
—Solo sé leer, no escribir.
Mentira, por supuesto. Qué suerte que Johann nunca me dejara escribir en nombre de los aldeanos. Si lo hubiera hecho, ya habría quedado en evidencia.
—¿Ni siquiera sabes escribir tu nombre?
—Eso sí sé escribir.
Entonces, ¿por qué no me pediste que lo escribiera?
—Entonces, intenta escribir tu dirección.
El Mayor, de manera inesperada, me pidió que escribiera mi dirección.
—Si me das un lápiz y papel, lo escribiré.
Madara Info
Madara stands as a beacon for those desiring to craft a captivating online comic and manga reading platform on WordPress
For custom work request, please send email to wpstylish(at)gmail(dot)com