Rezo, para que me olvides - Capítulo 37
En estas montañas, los únicos que se mueven en coche son los residentes del búnker. El hombre que bajó ágilmente del asiento del conductor para abrir la puerta trasera vestía el uniforme de un oficial militar.
‘¿Tan alto debe ser el rango de un militar como para tener un oficial de chofer?’
Pero quienes descendieron del coche no eran lo que esperaba: una mujer de treinta y tantos años, envuelta en un abrigo de piel y con maquillaje marcado, un niño de unos seis o siete años. El pequeño, con el pelo engominado y un traje de lana demasiado elegante para ir a la escuela, parecía fuera de lugar.
‘Deben ser la esposa y el hijo de un alto mando militar’
Entre los funcionarios y soldados refugiados en el búnker, se rumoreaba que algunos habían logrado llevar a sus familias.
—No sabía que los niños del búnker también estudiaban en esta escuela.
—La verdad es que no hay suficientes niños allí como para justificar una escuela. Apenas uno o dos por grado, así que no nos supuso un problema aceptarlos.
El director dio una explicación breve y luego se apartó de la ventana.
—Con los padres aquí, debo ausentarme un momento.
—Entonces yo también me retiro. Gracias por el té. Y por la agradable conversación.
—El placer fue mío, Señora Lenner. Hasta pronto.
Al salir de la oficina, vi a la mujer y al niño entrar al edificio. O más bien, a la mujer arrastrando al niño que forcejeaba como un animal, agarrado por la nuca. El director, como si la escena le resultara familiar, saludó sin inmutarse:
—Buenos días, Señora Hildebrandt.
—Buenos días, director.
La mujer soltó al niño y devolvió el saludo con una sonrisa elegante. Acto seguido, regañó a su hijo, que se frotaba el cuello con gesto resentido:
—Thomas, ¿no saludas al profesor?
El niño no lo hizo. En vez de eso, intentó escapar corriendo, pero el oficial que custodiaba la puerta lo atrapó. Su mensaje era claro: el profesor no le caía bien.
Avergonzada, Señora Hildebrandt arrastró al niño nuevamente, esta vez hasta la puerta del aula de Johann.
‘Así que es alumno de Johann’
La mujer lo sujetó con ambas manos, obligándolo a mirarla, dijo algo entre orden y súplica:
—Si no quieres ir a la escuela, dilo.
Fuera lo que fuese, sonaba igual de extraño.
—……
El niño era tan extraño como su madre. Aunque le habían dicho que no iría a la escuela si decía que no quería, apretó los labios y solo la miró con resentimiento. Señora Hildebrandt, que también lo observaba fijamente, por un instante pareció a punto de llorar, pero de pronto endureció su expresión y ordenó:
—Entonces entenderé que sí quieres. Entra. Ahora.
El niño no obedeció. Al final, ella tocó la puerta y lo empujó dentro del aula. En cuanto la puerta se cerró, la mujer dejó escapar un suspiro exhausto. El director se acercó y comenzó a hablarle, aunque no se escuchaba bien. Parecían palabras de consuelo.
‘No parece un niño normal que simplemente no quiere ir a la escuela’
Fue entonces cuando caí en cuenta: el pequeño no había pronunciado ni una palabra.
¿Tendrá alguna discapacidad?
Esa noche, le pregunté a Johann:
—¿Cómo es Thomas Hildebrandt?
—¿Cómo sabes de él, Rize?
Con eso, sin querer, confesé que había ido a la escuela a escondidas. «¿Por qué no esperaste al recreo? ¿Cómo pudiste ir y no verme?» Tras un buen regaño, al fin obtuve mi respuesta:
—No es una discapacidad. Simplemente elige no hablar.
—¿Que no habla, pero no es discapacidad?
—No es que no pueda, es que no quiere.
Al parecer, el niño solo guarda silencio fuera de casa. Con su padre no habla, pero con su madre y su hermana mayor lo hace sin problemas.
—Es inteligente, pero al no hablar, muchos lo confunden con un tonto. Su madre está desconsolada.
—Me imagino.
¿Cuánta frustración acumularía? Comencé a entender los gestos desesperados de aquella mujer.
—¿Y saben por qué solo calla afuera?
—No lo explica, pero creo que le teme a los hombres.
El primer semestre, cuando llegó a la escuela, iba todos los días (aunque sin hablar), porque su maestra era mujer. Pero cuando ella se fue, empezó a faltar.
—Cuando viene, aprovecha cualquier distracción para huir. Ahora, el asistente de su padre espera afuera del aula hasta que termine la clase.
—Dios mío…
—Hoy fue su primer día este semestre. Al verme, quiso salir corriendo.
Debió ser la escena que presencié: la madre empujándolo de nuevo al interior y cerrando la puerta. ¿Qué trauma tendrá para temerle incluso a un hombre amable como Johann?
—Ese miedo a los hombres… Algún recuerdo terrible debe tener.
—No hubo un evento concreto, pero tras hablar con Señora Hildebrandt, creo que el problema es su padre.
Resulta que el padre es un general de alto rango, segundo al mando en el cuartel. Y la familia viene de una larga estirpe militar. Con eso, ya me lo imaginaba:
—Su casa debe ser como un cuartel.
—Exacto. Para colmo, Thomas es el único hijo varón. Desde su nacimiento, su padre decidió que seguiría sus pasos como militar.
Pero el niño es de carácter tímido, al parecer ha tenido muchos roces con su padre. Y ahora, para empeorarlo, viven en un búnker repleto de militares que le aterran.
—Pobre criatura… ¿Qué podemos hacer? Tendrás que demostrarle que no todos los hombres dan miedo.
—No sé si llegará a abrirse, pero al menos lo intentaré.
—Y tú también das pena. Empezar el semestre con un alumno tan difícil…
—No es difícil. No causa problemas. Solo calla y huye a escondidas, pero en clase es tranquilo y obediente.
—Menos mal.
—La que tiene el verdadero desafío eres tú.
—¿Yo? Solo limpio un poco, hago punto e ignoro al mayor cuando parlotea.
Mentí para tranquilizarle, pero la culpa me hizo cambiar de tema:
—¡Ah, cierto! Hoy tengo un regalo para ti.
—¿Un regalo?
Señalé el paquete de papel junto al sofá.
—El Mayor me dio montones de hojas.
Eran todas nuevas, nada usadas. Quizás por miedo a filtraciones.
—¿Te las dio así nomás?
Su tono lo decía todo: ese tipo no regala nada. Johann parecía preocupado por el precio… hasta que supo que el pago era mi escritura. Aun así, seguía inquieto.
—Dice que si triunfas, me abandonarás, así que quiere «ayudarte a triunfar»…
—Tonterías.
—Opino igual. No sé por qué insiste en llevarse tus textos, pero mejor no le muestres tu letra. Yo inventaré excusas.
—Gracias. Llevas toda la carga.
Me dio un beso y se acercó al sofá.
—Pero… ¿tanto papel?
El paquete que levantó era más grueso que mi mano. Algún soldado debió malentender las órdenes. Al menos ahora tenemos abundancia.
—Perfecto. Justo necesitábamos más.
Muchos niños solo usan pizarras porque no consiguen papel.
Esa noche, encuadernamos cuadernos imaginando sus caras de alegría. Después, corrigiendo tareas, reímos al visualizar sus gestos de fastidio.
Ayudé a Johann a preparar clases y nos acostamos temprano. Creí que el día terminaría en paz… hasta que, maliciosamente, él sacó el tema pendiente cuando ya no podía huir de sus brazos:
—¿Por qué viniste a escuchar mi voz? Ya es tuya. ¿Por qué como una ladrona?
—No podía entrar en plena clase gritando «¡Cariño, vine a oír tu voz! ¡Sigue enseñando, no me hagas caso!», ¿no?
Su pregunta tenía dos partes: ¿por qué viniste? y ¿por qué a escondidas? Respondí solo la segunda y desvié la primera:
—Pero ¿por qué tenía que ser clase de religión? Tu voz ya es calmada como un cura, y con ese tema… Me sentí en misa. Hasta me dormí durante eso de «la pereza lleva a la pobreza». Y el director me pilló.
Divagué, añadiendo detalles innecesarios. Debí sonar sospechosa, pero Johann guardó silencio. Creí que solo escuchaba…
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