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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 316

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  4. Capítulo 316
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Después de eso, los esfuerzos por calmar a Giselle continuaron. Sacaba el chocolate o los caramelos que, sin darse cuenta, ya llevaba siempre en sus bolsillos para distraerla, o le entregaba el gato que criaba algún soldado. Parecía olvidar su ansiedad por un momento, pero no duraba mucho.

La única medicina efectiva para calmar a Giselle era, de hecho, el tiempo. Cuando la madrugada se hacía profunda, hasta una niña, más enérgica que los adultos, no podía hacer mucho.

Extenuada, se acostaba sobre las piernas de Edwin y le rogaba que le contara una historia. Era una adorable pataleta para no dormirse.

Por aquel entonces, ya se le habían agotado todas las historias de antaño que presentaban a un héroe yendo a rescatar a una princesa encerrada en la torre de un dragón, así que solía hablarle de la realidad donde vivían reinas y princesas.

Le contaba cuán espléndido era el palacio real que había visitado. Cómo era la capital. Qué cosas diferentes había en el extranjero. Y también, en qué se diferenciaba el mar de un lago. Y a qué sabía el helado que solía comer en la playa en verano cuando era niño.

Cuando Edwin le hablaba del mundo en el que vivía, Giselle escuchaba con los ojos brillantes. Al mirar esas pupilas que relucían como agua clara bajo la luz del sol, una especie de espíritu de lucha se encendía en su interior.

Algún día, veré ese par de ojos brillar en el momento en que dé un mordisco a un helado bajo el sol radiante de una playa color esmeralda.

Haré que veas con tus propios ojos y sientas con tus propias manos ese vasto mundo del que solo has escuchado hablar, atrapada en este profundo abismo donde no entra ni un rayo de luz ni sopla una pizca de viento, y que huele a moho.

Incluso cuando estaba agotado por la prolongada batalla sin avance ni retroceso, y había perdido toda voluntad, la voluntad de luchar que creía no poseer surgía cada vez que se encontraba con el anhelo de la niña por conocer el mundo y querer vivir el mañana.

Se dice que la guerra es el sacrificio de unos pocos por el bien de la mayoría. Para Edwin, que no quería sacrificar ninguna vida, era angustioso el hecho de ser la persona que orquestaba ese sacrificio de la minoría.

En esos momentos, uno suele convencerse de que debe luchar pensando en sus seres queridos que dejó en casa. Resulta más efectivo proteger a un individuo con rostro que a una masa sin rostro. Es natural que el ser humano acepte sin resistencia un interés particular claro, en lugar de un bienestar público vago.

Sin embargo, ese era un método que Edwin ni siquiera podía intentar.

De su familia, solo le quedaba un hermano, pero pensar en empujar a la muerte a un soldado raso honorable, que había dejado atrás sueños sencillos y a su prometida, para salvar a esa alimaña que corrompía la sociedad, hundida en toda clase de sucios vicios, desde el alcohol hasta las drogas, el juego y la prostitución, era un pecado que le revolvía el estómago solo de considerarlo.

Sus parientes cercanos, que ya habrían huido a un lugar seguro, serían personas que pensarían haber cumplido con su deber de proteger a la nación leyendo el periódico matutino, quejándose en la mesa del desayuno (que no era diferente a la de antes de la guerra), y garabateando una firma en un cheque de donación.

Y nunca tuvo una amante.

Por esta razón, no tenía a nadie a quien quisiera proteger. Eso fue hasta que conoció a la niña, aparentemente frágil, pero más fuerte que nadie.

Casi como si fuera el destino, Giselle se convirtió, de manera natural, en la razón por la que Edwin luchaba. El brillo de esa esperanza en sus ojos era la luz que iluminaba sus oscuros pasos en la era de la desesperación.

La razón por la que se sentía avergonzado cada vez que escuchaba que él había salvado a Giselle era porque, en realidad, Edwin también había sido salvado por Giselle.

Mirando hacia atrás, el hecho de que no se volvió loco en su primera guerra fue únicamente gracias a esa niña asustadiza que solo lo miraba a él. Debió volverse loco, pues regresó de su segunda guerra sin ella.

Incluso cuando el país entró en un período de tranquilidad, pero su vida no, Giselle fue la única salvación de Edwin.

Cuando su hermano, irresponsable hasta el final, huyó cobardemente, dejando de lado su deber, fue tarea de Edwin limpiar los restos. Fue forzado a ocupar un puesto que nunca fue suyo, asumiendo toda la responsabilidad.

La profunda frustración de tener que renunciar a un sueño que para él era perfecto —aunque a los ojos de otros fuera insignificante comparado con ser el Duque— era algo que no podía compartir con nadie.

Pero aún tengo a Giselle.

Mi Estrella Polar que brilla inmutable en el mismo lugar, incluso cuando todo cambia. La existencia que lo hacía agradecer que todo estuviera bien con solo tenerla a su lado, aunque todo lo demás fuera mal.

La niña era el tubo de oxígeno para el hombre que había sido arrojado al abismo, y era la pequeña ardilla que anidaba cómodamente en el viejo tronco moribundo. El viejo tronco resistió la tormenta con sus podridas raíces solo para proteger el sueño de la ardilla.

Para Edwin Eccleston, Giselle Bishop era la razón misma de su lucha, de su vida. Por eso, cuando la perdió por su propia culpa, su vida se detuvo y cayó en una hibernación indistinguible de la muerte.

De repente, siente gratitud por estar vivo hoy. Tal vez no sea solo por la cercanía de la muerte. En aquel entonces, Edwin solía mirar a Giselle dormida en este mismo lugar y agradecer por haber sobrevivido un día más juntos.

De repente, se dio cuenta de que su rostro durmiendo era el mismo entonces y ahora, y soltó una risa. La sonrisa no duró mucho.

Te extraño.

Hoy también rompió la promesa de ir a ver su rostro dormido. Por eso, Giselle no podrá dormir.

Si tan solo pudiera decirle que estoy a salvo…

La línea de comunicación aún no se ha restablecido. Aunque la comunicación inalámbrica es posible, sería una tontería subir a la torre o abrir la puerta y arriesgar la vida del operador de comunicaciones y la suya solo para enviar saludos a una amante que verá mañana por la mañana.

Sin embargo, la verdad es que la razón por la que no podía deshacerse de ese deseo peligroso e irrazonable era otra.

Espero que no haya venido hasta aquí, ¿verdad?

Porque Giselle Bishop era la clase de mujer que, con tal de tener el derecho de romper la promesa porque Edwin rompió la suya, no dudaría en venir a este peligroso campo de batalla.

No se arrepentía de haber puesto un pie en la zona de guerra y casi morir, ya que cumplió la misión crucial a tiempo, pero la historia es otra si su amante está temblando de ansiedad sola, sin él para abrazarla, en medio de un ataque aéreo.

El precio por haberla hecho pasar la noche en vela por la preocupación lo pagaría mañana, así que rogaba que ella no hubiera salido ni un solo paso de la base segura…

 

—Coronel, descanse.

 

Los soldados que habían preparado un catre junto a él se retiraron, invitándolo a tomar asiento.

 

—Estoy bien.

 

Edwin rehusó e hizo un gesto hacia el soldado raso que yacía pálido frente a él. Los soldados levantaron cuidadosamente al herido, lo acostaron en el catre y lo envolvieron en una manta.

Se había puesto así al ser alcanzado por una bala perdida disparada por un enemigo mientras transportaba municiones a la torre para los francotiradores. Él era el dueño de la sangre que manchaba la mano y el uniforme de combate de Edwin.

Al menos había cumplido su promesa de salir ileso.

A Edwin no le importaba pasar la noche dentro de la presa, ya que no estaba herido, pero los heridos graves que necesitaban tratamiento urgente no estarían de acuerdo. La idea de tener que cargar por la mañana los cuerpos de aquellos que no sobrevivieran la noche también era angustiosa para él.

¿No hay otra manera?

Aguzó el oído hacia el exterior, buscando una forma de sacar a los heridos a salvo. Un sonido de ráfagas de ametralladora se derramó brevemente, como si un avión de combate pasara rozando la cima de la presa, y luego, sobre esa reverberación, se superpuso el estallido de un cañón antiaéreo. De repente, el ruido de la batalla cesó. Por un tiempo considerable.

¿El avión enemigo se habrá retirado?

La esperanza surgió sigilosamente, pero se hizo añicos de inmediato.

 

 

¡KUMG!

 

 

El muro contra el que se apoyaba vibró, las luces sobre su cabeza temblaron, y Edwin, en el instante en que resonó un trueno amortiguado no sobre su cabeza sino a sus espaldas, lo supo por intuición.

No es un simple ataque aéreo. Es un bombardeo.

Debemos escapar todos de esta presa ahora mismo.

Tan pronto como se dio cuenta de que si se quedaban allí, no solo los heridos graves sino todos morirían esta noche, Edwin llamó a los comandantes operativos, les informó de la gravedad de la situación y ordenó:

 

—Es muy probable que el enemigo apunte al centro de la presa. Reagrupen inmediatamente al personal en ambos extremos de la presa.

 

Despejar el pasaje central no tomó ni tres minutos. Sin embargo, con la posibilidad de que el próximo bombardeo llegara en cualquier momento, hasta un segundo era crucial.

Durante esos tres minutos, Edwin explicó la estrategia de escape a los comandantes de ambos lados. Mientras tanto, los soldados que ya habían recibido la orden procedieron a asegurar las respectivas rutas de escape, armados.

Había dos rutas de escape en cada lado.

  1. La puerta de acceso en la pendiente de la presa.
    Se conectaba directamente con el túnel, permitiendo una rápida evacuación, pero el problema era que debían cruzar el puente que conectaba con el edificio de la oficina exterior antes de poder llegar al bosque.
    Ese puente fue volado mientras se retiraban al interior cuando llegó la unidad aerotransportada enemiga. Por lo tanto, tendrían que descender por la empinada pendiente de la presa lateralmente, como un cangrejo, para dirigirse al bosque. Esto era posible para aquellos con extremidades intactas, pero imposible para los heridos graves.
  2. La torre que se alzaba en el punto de un cuarto en cada extremo de la presa.
    Una puerta a mitad de la torre conducía al camino en la cima de la presa. La desventaja era que era un camino abierto, lo que aumentaba la posibilidad de ser detectados por el enemigo emboscado en el bosque o por los aviones de combate en el cielo, más que la primera ruta de escape.
    La ventaja era que la ruta era fácil una vez que salían de la presa, ya que solo tenían que correr por un camino llano, pero subir las escaleras hasta allí sería arduo y llevaría mucho tiempo. Especialmente al tener que evacuar junto a los heridos que no podían moverse.

Los efectivos se separaron al instante por cada ruta de escape. Edwin eligió la torre.

Era lógico que la persona con reserva de energía, que no había tenido que esforzarse hoy, se hiciera cargo de los heridos.


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