Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 315
La imagen de la mujer, sola y angustiada mientras lo esperaba en la base, flotó ante sus ojos y se transformó lentamente. Se convirtió en la niña que correteaba ansiosa justo en ese lugar.
Llevaba el suéter de Edwin como bata sobre el pijama y hasta la chaqueta del uniforme de oficial encima. Aun así, a sus ojos, parecía tener frío, pues había dejado todos los botones de la chaqueta abiertos.
Cuando la detuvo mientras pataleaba en su sitio para abrocharle los botones uno por uno, Giselle tembló de miedo y preguntó con voz entrecortada:
—Ajussi, ¿por qué no cierran la puerta?
Parecía estar asustada porque la entrada de la presa seguía abierta. Giselle no apartaba la vista de allí, como si creyera que, en cuanto se diera la vuelta, el enemigo se precipitaría por ese lugar.
—Porque aún hay gente que no ha podido evacuar.
—Dígales que se apuren. ¡Todos vamos a morir!
Pero no se sintió segura ni siquiera después de que la puerta se cerró herméticamente. En lugar de acostarse en el catre o simplemente sentarse en calma, se aferraba a Edwin temblando de ansiedad cada vez que se oía un ruido afuera o que alguien bajaba de la torre para informar sobre la situación exterior.
Y con dos gorros puestos sobre la cabeza.
Edwin le había conseguido un gorro de lana de niña con pompones, enternecido por el pelo que ella misma se había cortado al ras para ser militar. A Giselle le encantó tanto ese gorro que no se lo quitaba ni para dormir. Pero, desde hacía un tiempo, empezó a usar un casco militar superpuesto sobre ese hermoso gorro, lo que hacía difícil verlo.
Los miembros de la unidad adoraban a Giselle, a quien llamaban la «Pequeña Mayor», por andar con el gran casco que le cubría el rostro y las mangas de la chaqueta de oficial (con las insignias de Mayor) aleteándole al caminar. A los ojos de Edwin, no era del todo tierno. Ambos eran una estrategia de supervivencia.
—Ya estamos a salvo, ¿nos quitamos esto?
—No quiero. No se sabe de dónde vendrá una bala.
—La presa detiene todas las balas.
—¿Y si la presa se derrumba?
—Eso no pasará.
En aquel momento, el enemigo no tenía la tecnología para lograrlo. Incluso si esta pila de concreto se derrumbaba sobre sus cabezas, el casco sería como papel, así que de todos modos no había razón para seguir usándolo.
Pero si un simple gorro hacía que la niña se sintiera segura, bien podía dejarla. Pensaba eso, pero la razón por la que insistía en quitárselo era que ese trozo de hierro era tan pesado que hasta un adulto se acalambraría del cuello.
La persuasión racional no funcionaba contra el miedo irracional. Edwin, tras discutir un rato, no tuvo más remedio que usar un truco.
—Pequeña Mayor, simulacro de máscara antigás, ¡en marcha!
—¡En marcha!
Giselle se quitó al instante el casco, que llevaba obstinadamente como un caracol que carga con su casa. Mientras se cubría la vista sacando y poniéndose la máscara antigás infantil de su mochila frontal, él abrió sigilosamente una caja, metió el casco y la cerró.
Luego, se cruzó de brazos y fingió que había estado observándola todo el tiempo mientras Giselle lidiaba con la máscara apretada en su cara.
Apenas se la puso correctamente, sus ojos redondos detrás de los lentes giraron hacia Edwin. Decía algo detrás de la máscara, pero se escuchaba sordo, como bajo el agua, y no se entendía bien.
—¿Dónde está mi gorro?
De hecho, lo más probable es que preguntara eso, así que sería más preciso decir que fingió no escucharla.
—10 segundos. Aprobado, pero no es tu mejor marca.
En el par de ojos de cristal que brillaban más allá de las gafas, la sed de victoria se encendió de repente, como si se hubiera encendido un foco. ¿Se habría apagado al mismo tiempo su obsesión por el casco?
Giselle se quitó de golpe la máscara antigás, que tanto le había costado ponerse. Tal como Edwin esperaba, no buscó el casco.
—¡De nuevo!
Esta vez, quería batir su mejor marca y resarcirse.
—No.
—¿Por qué?
—Porque ahora has inhalado el gas venenoso y has muerto.
—¡Chis…!
—¿Hasta cuándo te dije que debías llevarla puesta?
—… Hasta que usted me lo permita. O hasta que los demás señores se la quiten y sigan vivos.
—Si lo sabes, ¿por qué te la quitaste antes de que te lo permitiera?
El entrenamiento, que empezó como un juego, se estaba volviendo serio, y al enfrentarse a la niña, que era su única alegría en esta tierra terrible, se le secó la sonrisa.
No deberías estar aprendiendo a no morir por gas venenoso en un campo de batalla, sino a convertirte en adulta en la escuela.
El cuerpo se recupera rápidamente, pero la mente, por el contrario, retrocede. Es inevitable vivir en un lugar donde los disparos y los bombardeos son el pan de cada día.
Por eso, si intentaba enviarla a casa, Giselle lloraba, pataleaba y se aferraba, o hacía huelgas de hambre, tal como lo hizo cuando intentó enviarla al orfanato. No creía que él vendría si ella se iba primero, incluso si le decía que no era un orfanato sino su casa, y esto lo desesperaba muchísimo.
¿Debería obligarla a ir? Una vez que llegara y viera con sus propios ojos que era la casa de Edwin, lo creería.
Desistió porque no era la clase de casa que Giselle imaginaba. Temía que, antes de que el shock de la guerra se disipara, recibiera el shock de ser arrojada a otro mundo.
Ya fuera en servicio o acostado, tan pronto como tenía un momento, cavilaba y, a solas, llegaba a la conclusión de que quizás era mejor el campo de batalla, donde había alguien que podía enseñarle a adaptarse.
Pensándolo bien, tal vez todo eso no era más que una excusa lamentable.
—¡Ta-rán! Natalia ha vuelto a la vida.
Si pudieras morir y revivir a tu antojo como un fénix, yo no estaría teniendo estas preocupaciones.
Giselle se ponía y se quitaba la máscara antigás, muriendo y resucitando una y otra vez, hasta que Edwin decía «nueve segundos». Él creyó que ya se había olvidado por completo del casco, pero…
—¡Excelente! ¿Qué te parece si paramos y comemos chocolate como premio?
—Me parece bien. Pero, ¿dónde está mi gorro seguro?
Edwin nunca tuvo dificultades para tratar con la gente gracias a su experiencia con una variedad de tipos humanos exigentes, desde su familia en lo pequeño hasta la sociedad aristocrática y el ejército en lo grande. Sin embargo, en aquel entonces, tuvo que aceptar humildemente que todos los oponentes difíciles que había enfrentado hasta ese momento no eran nada comparados con esta niña de diez años.
Los niños son impredecibles. Hace un momento jugaba llena de energía sin su casco, y un instante después, se asustaba y pataleaba porque no lo tenía.
—Mira bien. Los otros señores y yo tampoco lo estamos usando. ¿Solo tú vas a llevarlo puesto?
—Entonces usted también póngaselo. Rápido.
—Qué obstinación…
Después de que Giselle comenzó a seguir a Edwin, parecía haberse tranquilizado, pero por esa época su ansiedad se agravaba día a día. Por supuesto, eso solo sucedía cuando había un ataque aéreo o cuando Edwin se iba a dirigir una operación, dejándola sola, aunque por lo general estaba bien.
Mentalmente, llegó a la simple conclusión de que se debía a que no había podido salir de la zona de guerra, pero su instinto le decía otra cosa. Le decía que ella no estaba tan inquieta cuando pasó sola por aquel infierno.
En aquellos días, la necesidad de titubear, de quedarse parada temblando o de expresar en voz alta sus miedos a alguien habría sido un lujo que aceleraría su muerte.
Hay soldados que permanecen firmes en el campo de batalla, donde la muerte los acecha a cada momento, y solo rompen a llorar o pierden la razón una vez que regresan a la seguridad del cuartel. Él pensó que Giselle era como ellos.
Y, en aquellos días, ¿acaso tuvo la energía para siquiera sentir emociones?
De hecho, la imagen de ella sin saber qué hacer con el sentimiento de miedo era más propia de una niña que la forma en que al principio recitaba testimonios y experiencias crueles sin ninguna emoción. Por lo tanto, esa actitud inquieta parecía ser una señal de que Giselle estaba volviendo a la normalidad.
En consecuencia, la ansiedad de Giselle significaba que estaba lo suficientemente tranquila, y el hecho de que expresara constantemente su inquietud hacia él era, por el contrario, prueba de que confiaba tanto en Edwin.
—Ajussi, ¿qué pasa si el enemigo intenta abrir esa puerta?
Aunque era improbable, Edwin quiso responderle con seriedad y le hizo la misma pregunta al soldado que custodiaba la puerta.
—Que lo intenten esos desgraciados.
El soldado apuntó con confianza su rifle a la puerta y emitió el sonido de un disparo con la boca: Bang, bang. Por esa época, Hawkins también era joven y tenía ingenio y un toque juguetón. Claro, su boca era tan ruda como su edad y su rango.
—Los voy a hacer picadi…
A duras penas recordó que, si no controlaba su lengua frente a la niña, su propio destino sería más precario que el del enemigo, y corrigió su frase.
—… Los voy a castigar bien y a echarlos de aquí.
—¿Y qué pasa si usted es más lento que el enemigo?
—Oye, niña, ¿por quién me tomas…?
—¡Jajaja, por lo que debe ser! ¿Verdad? Pequeña, para eso estoy yo. ¡Yo me encargo!
Otro soldado, que se rio a carcajadas de su compañero por haber sido subestimado por una niña, se señaló con orgullo a sí mismo con el pulgar, inflando el pecho, pero pronto también se vio envuelto en el juego de la niña.
—¿Y si siguen entrando más y más enemigos? ¿Y si se nos acaban todas las balas? ¿Y si se nos acaban todas las granadas? ¿Qué vamos a hacer entonces?
Así, Giselle empujaba a todos los «señores militares» hacia el enemigo imaginario y luego se abrazaba a Edwin. Pensándolo bien, sería más exacto decir que se aferraba a él.
—Usted no debe ir a pelear. Quédese conmigo.
—¿Por qué? Si viene el enemigo, yo también tengo que pelear para protegerte.
—Eso lo harán los otros señores.
La carcajada que los soldados soltaron ante esa audaz declaración resonó en el túnel.
—¡Vaya! Mira cómo habla esta. ¿Dice que no importa si morimos, con tal de que la Mayor esté viva?
—Qué mala. Niña, ahora el juego del «pilla-pilla» lo haces con la Mayor.
Edwin le pellizcó la nariz a Giselle por su comentario descarado, pero en el fondo se sintió halagado.
¿Cómo no amar a este perrito ciego que solo lo seguía a él?
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