Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 256
—No le digas a Edwin Eccleston que sé pilotear un avión, ni que estamos aprendiendo a bailar tango.
Giselle no necesitaba preguntar por qué le pedía eso. Si Edwin le quitaba las pocas cosas que le quedaban, también le quitaría la voluntad de vivir.
No quería destruir la personalidad de Edwin, aunque se divirtiera con su amor. Sin embargo, al pensar en el largo sufrimiento de él y en el de ella, Giselle debía desear la aniquilación de Lorenz, la causa de ese dolor.
Pero, ¿por qué quería proteger la voluntad de vivir de ese hombre?
Si el propósito de Lorenz de aprender tango hubiera sido por su cuerpo, ella no lo hubiera protegido; lo habría pisoteado con sus propias manos. Pero los ojos de ese hombre, mientras bailaba ese «baile inmoral», eran más puros y claros que nunca.
—¿Qué te parece si dejamos que esto sea solo de Lorenz?
No había una razón lógica para que le diera la mano al hombre que la traicionó, en lugar de al que le había sido ciegamente leal.
—Lorenz me va a obedecer bien si quiere conservar lo que tiene, y si lo «domas», te será más fácil.
—¿Desde cuándo cambiaste de trabajo y te hiciste domadora de perros?
—Creo que tengo talento para esto. Ahora se queda en su lugar y ya no nos interrumpe en nuestras citas. Ya se nota el resultado.
Edwin, en lugar de convencerse, se preocupó aún más.
—Giselle, no quiero que te sacrifiques por nosotros. No tienes que domarlo a la fuerza.
—¿A la fuerza? Me estoy divirtiendo.
‘¿Cuándo voy a tener otra oportunidad de ver la vista de su cara bailando de forma sensual?’
La cara del hombre se oscureció al malinterpretar lo que quiso decir con «me estoy divirtiendo».
—No importa lo que estés pensando, es un error. No tienes de qué preocuparte, ni por mí ni por nuestra relación.
Giselle entrelazó sus dedos con los de Edwin y lo miró a los ojos.
—Edwin, confía en mí.
—… Parece que yo soy el que está completamente «domado».
Porque cada vez que Giselle lo llamaba por su nombre, Edwin no tenía más remedio que obedecer.
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Después de dejar sus cosas en la casa, su siguiente destino era la calle más famosa de Richmond, conocida por ser el centro de la alta sociedad. Y su camino se detuvo frente a una tienda antigua que, desde la entrada, ya daba la sensación de que no cualquiera podía entrar.
No era un hotel, pero el portero, que se encontraba frente a la entrada, los saludó cortésmente y les abrió la puerta. Al entrar a la brillante tienda que le lastimaba la vista, un hombre de mediana edad que estaba dando instrucciones a un empleado detrás del mostrador, se acercó a ellos con entusiasmo, casi corriendo.
—Bienvenidos, Duque.
Esta era la joyería que la familia Eccleston había usado por generaciones. Aunque era la primera vez que Giselle la visitaba, ya le habían dado un regalo hecho aquí.
—¿Trajo el reloj?
El administrador abrió la caja que Giselle sacó de su bolso. La esfera negra y la cadena dorada brillaban como si fueran nuevas. Era un reloj que le habían regalado cuando se hizo adulta.
—Me alegra verlo de nuevo después de tanto tiempo. Su exterior está en perfectas condiciones. Parece que aprecia mucho nuestro reloj.
Giselle se sintió avergonzada, como cuando le preguntaron: «¿Por qué no usas el reloj que te di?». No lo había apreciado; lo había guardado en el fondo de la caja fuerte, tratando de olvidarlo. De hecho, se había olvidado por completo de su existencia hasta que el hombre a su lado se lo preguntó.
Así, el reloj, que vio la luz después de años, se había detenido. Lo trajo aquí para que lo revisaran antes de volver a usarlo.
—Dependiendo de la condición del interior del reloj, normalmente toma unos 30 minutos, pero haré lo posible por apurarlo. ¿Los llevo al salón?
—No. Este lugar me parece más interesante.
Ante la respuesta del acaudalado hombre de que quería ver las joyas, la cara ya brillante del administrador se iluminó como si fuera de oro. También se podía ver una pizca de esperanza desesperada.
Las joyas son un lujo que no se compara con los bulbos de tulipanes. Una joyería es el medio de vida de alguien, pero no pueden sobrevivir vendiendo semillas de vegetales en lugar de flores, como en una floristería.
Con la guerra, los ricos escaparon o desviaron sus activos, y la familia real que había causado la guerra redujo sus gastos por la presión del pueblo, por lo que a pesar de su apariencia, por dentro podría estarse cayendo a pedazos.
—Regresaré pronto. Antes de eso, si desea probarse alguna pieza, solo tiene que decírselo a Señora Osmond.
Cuando el administrador se fue al interior con el reloj, dejando a otra empleada, Edwin llevó a Giselle a un mostrador y le preguntó.
—¿Te gusta algo?
Giselle miró los accesorios bajo el cristal con una expresión de desinterés mientras tenía los brazos cruzados.
—¿Es un soborno? Mi amor no es tan barato.
—Entonces aceptarás algo tan barato sin rechistar.
—Lo sabía. Me gustan los hombres que captan las indirectas.
La actitud descarada de ella, pidiéndole los regalos como si los tuviera guardados, era tan adorable que el corazón de Edwin casi se desborda de alegría.
Desde niña, Giselle nunca pedía nada. De hecho, le daba vergüenza recibir los regalos de Edwin porque sentía que eran una carga, como una deuda. Incluso en su cumpleaños, hacía poco, le había advertido que no le diera algo muy caro o lo rechazaría.
Pero ahora Giselle había cambiado. La mujer que había marcado una línea y mantenido la distancia, creyendo que su relación con él terminaría o se debilitaría algún día, finalmente había derribado la barrera entre lo suyo y lo de él. Edwin estaba tan feliz que, si ella le pedía la mansión Templeton, se la daría en el acto. Unas joyas no eran nada.
—¿Entonces qué te parece esto? A ti te quedaría bien un collar.
—No sé…
Giselle seguía desinteresada, porque todas las joyas que veía eran demasiado grandes y ostentosas. Sentía que si las aceptaba, terminarían de nuevo encerradas en la caja fuerte.
Iba a ir al mostrador de enfrente, donde había cosas más discretas que podría usar, pero Edwin la detuvo. Ella pensó que había encontrado una joya que le gustaba.
Pero, para su sorpresa, él tomó algo extraño de un escritorio que parecía ser el área de trabajo de los empleados. ¿Qué era ese objeto? Un aro de metal grande con otros aros mucho más pequeños colgando de diferentes tamaños. Giselle se dio cuenta de lo que era solo cuando Edwin se puso un aro en su dedo anular. Con asco, quitó la mano de golpe. La empleada, que estaba a tres pasos de ellos, fingió no haber visto nada.
‘¿Un hombre que mide el tamaño de un dedo anular y una mujer que se niega?’ ¿Cómo se verían?
Avergonzada, Giselle se acercó a él y le susurró.
—¿Qué va a pasar si se corre la voz?
—Si a los empleados se les va la boca, ¿crees que los Eccleston serían clientes por varias generaciones? Mi padre les ha comprado joyas a tantas amantes que aún no me enseñan el registro. Puedes estar tranquila.
La base de su confianza era de lo más extraña.
—Giselle, no quiero que piensen que eres mi amante.
Y por eso se estaba haciendo el que medía el anillo de compromiso, ¿no? En fin, también era muy bueno para inventar excusas. Giselle siguió escondiendo las manos en la espalda.
—¿Quién le dio permiso para medir mi dedo? ¿Le parece gracioso que le diga que ni siquiera somos novios?
Era cierto que la había abrumado con sus ataques, pero que la tratara como si ya fuera una «fortaleza conquistada» era muy desagradable.
—Lo sé. Tú puedes irte cuando quieras. Por eso me esfuerzo tanto en demostrar lo sincero y desesperado que estoy.
Edwin también pensaba que era muy pronto para hablar de matrimonio. Era comprensible que Giselle se sintiera incómoda. Pero esperaba que por lo menos ya no se sintiera tan insegura como antes.
—No te sientas presionada. Si es mi deber rogarte que te cases conmigo, tú tienes el derecho de disfrutar de mi agonía hasta que me aceptes.
La clave de lo que dijo parecía ser «aceptes»… Giselle miró al hombre que ni siquiera era su novio con los ojos entrecerrados y, levantando la barbilla, le extendió la mano izquierda como si le hiciera un favor.
—Se va a arrepentir de haberme dicho que disfrute de su agonía.
Lo iba a hacer sufrir hasta que no quedara más que un hueso. Pero el hombre que le estaba midiendo el dedo se veía tan feliz que Giselle ya se estaba arrepintiendo. Ella le puso un freno a Edwin, que parecía que se le iba a partir la cara de la felicidad, como si ya la estuviera viendo con el anillo de compromiso.
—No le garantizo que acepte.
—Eso depende de mí.
—Qué bueno que lo sabe.
Edwin sonrió, se dio la vuelta y le dio la medida del dedo anular de Giselle. Como si se hubieran puesto de acuerdo, la empleada sacó un registro que tenía la etiqueta «Eccleston» y lo anotó. Giselle sentía que la estaban controlando, aunque ella era la que tenía el control.
‘Qué molesto.’
Ella le lanzó una broma al hombre que fingía perder, pero sonreía mientras veía las joyas.
—Duque Eccleston, veo que sabe que para una propuesta de matrimonio no solo se necesita amor, también un anillo. Y yo que pensé que no lo sabía.
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Merry
😮
Ese Edwin anda con todo! Así se hace!
Gracias por el capítulo Asure