Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 219
—La marca casi se ha borrado.
La mirada de Giselle se detuvo en un vestigio que, de tan descolorido y desaparecido en algunos puntos, ya era difícil reconocer que su forma original había sido un trébol de cuatro hojas.
El nombre que los unió se había borrado de su piel hace mucho tiempo. Sin embargo, para los ojos de Edwin, en cuya mente ese nombre estaba grabado a fuego, seguía siendo vívido.
También la razón por la que el nombre de Giselle quedó grabado en su cuerpo.
Fue un verano, poco antes del decimocuarto cumpleaños de Giselle.
Después de enterarse de la noticia de que Edwin se marcharía a la guerra, Giselle lo había atormentado con una huelga de hambre y un motín silencioso.
Hasta que un día, al volver temprano del trabajo con la intención de consolarla y pasar un tiempo feliz en un pícnic, encontró la cama de Giselle vacía, la misma cama en la que ella había estado postrada todo el día. Nadie sabía el paradero de la niña.
Toda la mansión se puso patas arriba. Cientos de empleados dejaron sus quehaceres y, junto a Edwin, buscaron exhaustivamente por dentro y por fuera de la mansión, pero Giselle no aparecía.
Cuando ampliaron el área de búsqueda fuera de los terrenos de la mansión, justo en ese momento, la lluvia comenzó a caer. No era una llovizna o un aguacero pasajero, sino una lluvia torrencial que no cesaba de derramarse.
Edwin no podía dejar de buscar a la niña en medio del aguacero. Fue entonces cuando la encontró en el campo donde solían ir juntos a recoger flores silvestres en primavera y verano.
El terror que sintió al ver la espalda de la niña, con los pies sumergidos hasta las pantorrillas en la hierba silvestre, acercándose lentamente al río donde las turbulentas aguas color tierra formaban remolinos, era tan vívido que, casi diez años después, aún le helaba el pecho.
La imagen de Giselle cuando corrió desesperadamente a sujetarla también seguía nítida en su mente. Estaba completamente empapada de pies a cabeza, como si la hubieran rescatado de ahogarse; a pesar de ser pleno verano, ¿Cuánto frío no habrá tenido? Sus labios estaban lívidos, su cuerpo, demacrado por la huelga de hambre, temblaba incontrolablemente, acurrucándose en sus brazos como un cachorro recién nacido.
Edwin, aliviado, la abrazó cálidamente, y al mismo tiempo, se enfureció tanto que, por primera vez, le alzó la voz.
—¿A dónde fuiste sin decir nada? Si llueve, debes volver a casa, ¿Qué haces aquí? ¿Ahora has decidido huir para protestar?
Pero la respuesta sollozante de Giselle le impidió seguir enojado.
—Un trébol de cuatro hojas…….
Fue entonces cuando Edwin notó el intenso tinte verde en las puntas de sus dedos y la tierra incrustada bajo sus cortas uñas.
—No encontré, snif, un trébol de cuatro hojas.
—¿Para qué lo necesitas?
—Si a usted…….
—¿Yo?
—Si a usted le pasa algo……..
En lugar de consolar a la niña, que susurraba con voz temblorosa, como si temiera pronunciar la suposición, y que finalmente rompió a llorar aterrada, Edwin también tuvo que contener las ganas de llorar.
En el momento en que Giselle salió a buscar el trébol de cuatro hojas para su suerte, ella había tomado la difícil decisión de aceptar una realidad que no podía cambiar y de despedir a Edwin, no a cualquier lugar, sino a la boca del lobo. En medio de una desesperación impotente, luchó con sus propias manos para forjar una esperanza, por vana que fuera, pero al final, fracasó y se sintió frustrada.
Era un dolor que él había prometido que nunca más volvería a experimentar. Había cometido un pecado imperdonable contra una niña.
—Volveré vivo, cueste lo que cueste. Confía en mí, cumpliré esta promesa.
En ese momento, Giselle creía que la guerra le arrebataría para siempre a la persona que amaba. Lo que el Edwin de aquel entonces no sabía, a pesar de haber predicho con exactitud que tal cosa no ocurriría, era:
El futuro en el que la tragedia que los separaría no sería la guerra, sino las cicatrices que esta dejaría.
La razón por la que no volvió a tatuarse, a pesar de saber que el tatuaje que llevaba el significado de «Siempre me acompaña un trébol de cuatro hojas llamado tú» se desvanecía, fue que Giselle ya lo había dejado en ese entonces.
Aunque el corazón de Edwin no podía dejar ir a Giselle, creía que no era correcto mantener el nombre de alguien en su cuerpo si esa persona ya no quería ocupar ningún lugar en su vida.
Mucho menos en un cuerpo que había pecado contra Giselle. Y tampoco como un recordatorio de quién pecó contra ese cuerpo.
Giselle acaricia el lugar donde su nombre se ha borrado. La expresión de su rostro, mientras mira la piel sin rastro alguno, parece, inesperadamente, solitaria. ¿Será que está molesta porque no se lo volvió a tatuar?
—Menos mal que mi nombre se borró.
Sí, ¿molesta de qué? Giselle no quiere permanecer en su cuerpo.
—¿Por qué?
La respuesta a esta pregunta seguramente sería la que él ya esperaba, pero no sabe por qué insistió en preguntar. Sin embargo, la razón que dio Giselle estaba completamente alejada de lo que él había supuesto.
—Porque le habría causado un gran problema en sus futuras relaciones de pareja, director.
—¿Mi relación de pareja?
Giselle parpadeó, como si se preguntara por qué él no entendía algo tan obvio.
—Imagínese que, después de casarse, descubre que el nombre de otra mujer está escrito en el cuerpo de su esposo. ¿Qué tan desagradable sería eso?
La promesa de no casarse con otra mujer y vivir felizmente, habiendo dejado una herida que no desaparecería jamás en una mujer que apenas se había convertido en adulta, seguía vigente, así que para Edwin era una pregunta que ni siquiera se había planteado, ni había necesidad de hacerlo.
—Aunque en ese entonces era una niña de trece años cuando me lo tatué, ahora soy una mujer con la que no habría problema en tener una relación romántica, ¿no?
—…¿De verdad?
—Claro, para usted seguiré siendo una niña, supongo.
¿Debería corregirla de inmediato?
‘Giselle, te veo como una mujer. Desde que abro los ojos hasta que los cierro, e incluso en mis sueños, eres la primera mujer en mi vida en la que no puedo dejar de pensar. Entonces, ¿qué quieres hacer ahora? ¿Tú? ¿Qué harás conmigo?’
En el instante en que confesara, su relación no se detendría ahí y, sin tiempo para aferrarse, Edwin se lanzaría a un territorio que aún desconocía. ¿Le daría la bienvenida una suerte inesperada al final, o una desgracia irreversible? Edwin no pudo decir nada.
—Yo también fui muy inmadura… En ese entonces, creo que pensaba que sería una niña para siempre.
—Yo también.
Se siente ardiendo por dentro. Edwin dio el primer gran trago a la cerveza que solo había estado humedeciendo sus labios. Giselle lo observa fijamente. Parecía que tenía algo que decir.
—Dime.
—Ajussi.
—….…
—Gracias. Y lo siento.
—¿Por qué?
—Por lo que hice cuando era niña.
—No recuerdo que me hayas hecho algo por lo que tuvieras que disculparte cuando eras niña.
—Usted siempre fue tan permisivo que un perro al que crió lo terminó mordiendo. Le dio amor sin límites, y sin embargo, yo me enojaba porque no era el amor que yo quería, y luego, al darme la vuelta, temblaba de ansiedad por si perdía incluso ese amor de justicia que no deseaba.
Como se veían a diario y ella no mostraba ninguna incomodidad, él creyó que ella no tomaba en cuenta esos tiempos. Por esa razón, fue inesperado que Giselle sacara el tema.
—Lo mismo con la propuesta de matrimonio. Yo me equivoqué, y sin embargo, invertí los papeles y le hice berrinche pidiendo amor en lugar de matrimonio. Como una niña pidiendo un dulce.
Soy yo quien te propuso matrimonio como si le diera un dulce a un niño. El error lo cometí yo.
De vez en cuando, quería rebatirla, pero Edwin no se interpuso y simplemente le prestó oído en silencio. Deseaba que ella pudiera soltar la carga que llevaba en su corazón y sentirse ligera por fin. Por otro lado, le alegraba que Giselle fuera capaz de hablar del pasado, lo que significaba que lo había superado lo suficiente.
—Al recordarlo, fui tan torpe y estúpida. Entiendo lo desesperado que debió sentirse, Ajussi. Si yo misma no me veía como una mujer en ese entonces, ¿cuánto más le habrá pasado a usted?
‘Entonces, ¿ahora que te veo como una mujer, también me entiendes a mí?’
—Y……..
¿Qué intentaría decir? Giselle, al mismo tiempo que empezaba a acariciar al perro que ya se había acomodado perezosamente entre los dos, miraba de reojo a Edwin y movía los labios. Después de que Edwin la incitara con la mirada, ella sonrió avergonzada y pronunció un pensamiento que valía la pena dudar.
—Me pregunto si usted también sintió esa aversión hacia mí, la misma que yo sentía por el perro que me amaba incondicionalmente, aunque yo me lo había comido.
Cada vez que se encontraba con la niña que amaba ciegamente al hombre que la había violado, una incómoda sensación de «esto no está bien» surgía en el corazón de Edwin como un muro de hierro. No era diferente de lo que Giselle había expresado.
—Lo entiendo, Ajussi.
Edwin se dio cuenta una vez más de que se había quedado un paso atrás de Giselle. ¿Cómo era posible que él, habiendo sufrido el mismo sentimiento, no hubiera logrado empatizar con la culpa que Giselle sentía? No tenía derecho a sentirse molesto porque Giselle le ocultara ese asunto y no quisiera desahogarse con él. Él siempre iba tan rezagado en comparación con esta mujer mucho más joven, y cuanto más lo hacía, más fervientemente la seguía.
—¿Cómo podría amarme con un corazón que ha pecado contra mí?
Fue alcanzado de nuevo. No, fue atravesado. Edwin contuvo la respiración como alguien con el corazón perforado por una cuchilla afilada. ¿Quién iba a pensar que la pregunta que se había hecho una y otra vez durante medio año saldría de la boca de Giselle?
—Me avergüenza haber insistido en hacer posible lo imposible, pero ahora lo entiendo.
‘Pero tú amas al perro, ¿verdad? Si es así, ¿entonces yo también puedo amarte?’
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