Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 133
—¿No se ve diferente?
Loise, con una expresión tan perpleja como la de Giselle, repitió la pregunta.
—… ¿A qué te refieres con ‘diferente’?
—La sensación que da.
Loise parpadeó tras sus redondos lentes, como si no captara ni la más mínima pista.
—Para empezar, hasta la mirada es distinta.
¿Acaso no era obvio para quienes lo conocían bien? Por eso, ayer, Giselle no había entendido que Loise no lo notara. Pero ahora era él quien no la comprendía. Ni siquiera Rita, quien había trabajado bajo las órdenes de Ajussi durante la guerra.
—Vayamos juntos a ver al Duque para confirmarlo.
—Ajussi, ya llegué.
Al asomar la cabeza por la puerta entreabierta del despacho, el hombre sentado sobre el escritorio, revisando documentos, volvió hacia Giselle una mirada inquisitiva.
—¿Ocurre algo?
Su expresión oscilaba entre la alegría por la visita inesperada y la preocupación. Sin previo aviso, era natural asumir que algo urgente ocurría.
—No es nada importante.
—¿Ah, sí? Pasa.
Dejó los papeles y se levantó. Giselle empujó a Loise y Rita hacia adentro, susurrando por lo bajo:
—Vamos, ¿quién creen que es ahora?
—…….
—…….
¿Sería por la distancia? Tanto Loise, con sus gafas, como Rita, sin ellas, fruncieron los ojos en silencio, sin responder.
—Entonces, acérquense más.
Los dos subordinados se alinearon frente a él, pero solo lo miraron fijamente, sin decir nada. El empleador inclinó ligeramente la cabeza.
—¿Qué hacen?
—Nada importante, Ajussi.
Loise, incluso de cerca, negó con vehemencia, como si siguiera sin entender. Rita lo imitó y, acercándose, susurró solo para ellos:
—A mí me parece el Comandante.
—¿Es porque yo lo llamé ‘Ajussi’ y asumieron mal?
Rita arrugó la nariz, como pillada in fraganti, y confesó:
—No tengo ni idea.
—Se lo dije en el camino.
Aunque ambos tenían ojos azules, la mirada de Ajussi era cálida y suave. La del personaje siniestro, fría y afilada.
—Sí, lo recuerdo… pero sigo sin entenderlo. Unos ojos azules son solo eso: ojos azules.
—No. Están más fríos que de costumbre, más oscuros…
Giselle, incapaz de tolerar por más tiempo la situación que se desarrollaba ante ella, clavó la mirada en el hombre que se acercaba y describió el tono de sus pupilas, que se volvían más nítidas con cada paso:
—En resumen, ¿no te parece siniestro?
En otras palabras: el hombre que avanzaba hacia ellos era la personalidad maligna. El autor había tomado el cuerpo de Ajussi justo antes de invitarla a entrar, empujando al verdadero hacia el abismo de su propia mente.
Los otros dos, ajenos por completo a este hecho, se tensaron y se interpusieron entre Giselle y el hombre. Aunque ella les había advertido que no era el Duque, su confusión era evidente: seguían sin poder distinguirlos.
—Giselle, ¿por qué no entras?
—Porque no te obedezco.
La respuesta seca de Giselle coincidió con una sonrisa que se dibujó en el rostro del hombre: una mueca inquietante, entre la furia y el éxtasis. Rita y Loise parecieron entender entonces, pero de poco serviría: cuando este fingía ser Ajussi, jamás revelaba sus expresiones características.
—Cariño, ¿cómo está nuestro cachorro?
El hombre miró a Giselle por encima de los dos subordinados, como si fueran un muro bajo, preguntando por el perro que le había encargado el día anterior.
—Aunque, dime… ¿dónde está nuestro Eddie? ¿Cómo es que entrenas a los perros ajenos y descuidas al tuyo?
‘Como si los humanos no fueran ya bestias’, parecía pensar. Había captado al instante el propósito de Giselle: enseñarles a diferenciarlos.
—Veo que los reclutas son incompetentes.
Se burló de los dos con desdén, pero en su actitud hacia Giselle se mezclaban la reverencia y la cautela.
—¿Cómo diablos me distingues?
—No es asunto tuyo.
Las armas clave nunca se revelan al enemigo.
Había otra diferencia, en realidad. A diferencia de la mirada serena de Ajussi, este demente era excesivo. Sus ojos vagaban sin rumbo, como los de alguien inseguro.
Se lo había explicado a los otros de antemano: ese detalle también servía para identificarlo. Pero, por alguna razón, hoy sus ojos apenas se movían. Otro método inútil.
—Llama a Ajussi un momento.
—¿Me ves como un perro? ¿Crees que vendré y me iré a tu orden?
Su negativa no nacía del disgusto por ser comandado, sino del miedo: temía que los demás también aprendieran a diferenciarlos. Que Giselle lo reconociera lo complacía, pero si los demás lo lograban, sería un problema.
—Entonces no hay nada que hacer. No tengo razón para quedarme. Me iré.
A diferencia de Ajussi, su mirada inestable se aferraba a Giselle, como queriendo retenerla. Pero, al mismo tiempo, se aferraba con terquedad al cuerpo de Ajussi, y solo cuando Giselle dio un paso atrás, decidió rendirse.
—Bastaría con arrancarles los ojos a quienes nos distinguen.
—¿Mis ojos?
—Pero tú no eres ‘ese tipo’, preciosa.
Con estas palabras, el recordatorio del Ajussi de que no debía irse aunque él se lo ordenara, la luz en sus ojos comenzó a cambiar gradualmente.
—¿Esta vez lo vieron?
—Lo estuve mirando todo el tiempo, pero sigo sin entender.
Rita no era diferente:
—¡Ah, Lorenz! ¿No quedamos en cenar juntos?
—¿Hoy?
—No.
Giselle usó un truco para llamar de nuevo a la otra personalidad y les preguntó una vez más si notaban la diferencia, pero ambos volvieron a negar con la cabeza.
Como todos solo miraban fijamente los ojos, el otro se dio cuenta de que lo distinguían por la mirada. Se paró frente al espejo y comenzó a estudiar sus propios ojos con intensidad. Para los demás no sería evidente, pero en ese momento el autor estaba alternando rápidamente entre tomar y liberar el cuerpo, tratando de imitar la mirada del Ajussi. Pero como Giselle siempre lograba reconocerlo sin fallar, no hubo ningún progreso.
Ajussi. Demonio. Ajussi. Loco. Ajussi. Idiota.
Después de observar el constante vaivén entre el Ajussi y la otra personalidad, el mareo comenzó a apoderarse de ellos. Fue Loise, incluso antes que Giselle, quien se llevó la mano a la frente y se desplomó pesadamente en una silla. Se quitó los anteojos, cerró los ojos enrojecidos con fuerza y murmuró con frustración:
—Este es el único método que tenemos…
Parecía desesperado al darse cuenta de que sus habilidades no eran suficientes.
—Aunque he servido al Duque por más tiempo, no puedo reconocerlo… Qué vergüenza…
Mientras escuchaba las quejas de Loise, Giselle recordó repentinamente las palabras que el demonio, furioso frente al espejo, había dicho para menospreciarla, tratándola como una sanguijuela inútil:
—Aunque dieras todo por él, para el Duque no vales ni lo que un subordinado experimentado.
¿Realmente era así?
—¿Qué podrías hacer tú, insignificante como eres?
Pero sí había algo. Algo que solo ella podía hacer.
—No es que no haya otra manera.
Loise abrió los ojos de par en par, los otros dos también volvieron su atención hacia ella. Bajo sus miradas expectantes, Giselle continuó:
—Podría seguirlo a todas partes.
—Esa es una buena idea.
—No tú. Ajussi.
La respuesta del Ajussi era obvia…
—No. Absolutamente no.
—Pero…
—Giselle, lamento tener que decirte esto, pero… ¿estás en tu sano juicio?
A los ojos de Edwin, no solo Giselle, sino también los otros dos, parecían haber perdido la cabeza.
¿Cómo podían esos mismos que debían proteger a la chica del demonio que habitaba en él, sugerir ahora que se acercara voluntariamente a esa criatura? Era una locura sin remedio.
—Si Señorita Bishop está dispuesta, ¿no sería bueno al menos considerarlo?
—Tiene razón. Yo estoy bien.
Loise y Dawson, ignorantes de lo que Giselle había sufrido durante su encierro, creyeron sus palabras. Pero Edwin, que conocía cada segundo de su tormento, no se dejaba engañar.
—Señorita Bishop no le teme, y él, curiosamente, sí parece escucharla. Hoy mismo lo vimos ir y venir como un perro obediente.
—Dawson tiene razón.
Loise añadió, cruzando una línea peligrosa.
—Aunque ignora las órdenes del Duque y las mías, sucumbe fácilmente a los ruegos de Señorita Bishop. Francamente, es admirable.
Dawson, llevándolo más lejos, intentó convencerlo con las palabras que más repelían a Edwin, logrando justo el efecto contrario:
—Ayer, hasta tuvo el valor de echar a ese ladrón como si nada. Señorita Bishop, hasta habría hecho una excelente soldado.
—Su Gracia, ya van seis meses rechazando invitaciones y comunicados. No puede seguir escondiéndose. Es por el bien de la Casa Ducal… y el suyo propio.
A diferencia de Dawson, Loise era lo suficientemente astuto para saber cómo conmover a Edwin. Pero si en un platillo de la balanza estaba la seguridad de Giselle, nada en el otro platillo —por más que acumulara— podría inclinarlo.
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