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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 129

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  4. Capítulo 129
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Naturalmente, Rita terminó viviendo en la Terraza Magnolia e incluso comenzó a acompañarla en sus actividades del club.

 

—¿Y ella quién es?

 

Apenas cruzaron la puerta del club de la Sociedad de Estudiantes Patrióticos, un miembro de tercer año que bajaba las escaleras señaló a Giselle con el mentón.

 

—La guardaespaldas de Señorita Bishop.

 

El estudiante rodó los ojos al escuchar la respuesta de Rita. Pocos alumnos en la academia necesitaban escolta. Incluso aquellos con mayordomos o chóferes rara vez los llevaban hasta las aulas. Giselle sabía que murmuraban cosas como ‘¿Se cree una princesa por ser Rosell?’ pero no había otra opción.

 

—¿Guardaespaldas? ¿Es realmente necesario? Señorita Bishop, nuestro club no admite a cualquiera.

 

Fingía preocuparse por la seguridad, pero su tono al decir ‘cualquiera’ y la mirada despectiva hacia Rita delataban su disgusto.

 

—Señorita Bishop podría desmayarse en cualquier momento. Debo vigilarla.

 

Durante más de diez días, Giselle había usado su ‘enfermedad’ como excusa para justificar su desaparición. Aunque muchos lo creían, algunos seguían frunciendo el ceño.

 

—Vaya, qué delicada… Sería un problema si mancha nuestros folletos con sangre nasal. ¿No sería mejor descansar en casa?

—No se preocupe. Duque Eccleston compensaría cualquier daño.

 

El estudiante palideció visiblemente, abandonó su actitud y se retiró. Rita soltó una risita satisfecha.

Aquel era su pequeño placer: ver cómo esos mocosos que despreciaban a .la Rosell que se cree princesa. se doblegaban ante la mención del duque. Siempre que podía, jugaba esa carta.

 

Ese día, aunque nadie provocó abiertamente a Giselle durante el club, los estudiantes que la adulaban creyendo que era una ‘noble Eccleston’ la rodearon. Rita, como siempre, aprovechó:

 

—Señorita, debemos irnos. Su Excelencia el duque la espera.

 

Pero cuando estaban solas, Rita nunca mencionaba al ‘Duque’. Antes, solía hablar de él con admiración, pero después de aquel día, dejó de hacerlo. Quizás por miedo a incomodar a Giselle.

Sin embargo, a Giselle no le importaba. Tal vez las adversidades la habían endurecido. O quizás, después de que Edwin la viera en sus peores momentos, la vergüenza había dejado de afectarle. O simplemente había aprendido a valorar que ambos seguían con vida.

¡Es él!

Al final, lo único que importaba era que, al verlo después de tanto tiempo, solo sintió alegría.

El coche se detuvo frente a la residencia. Mientras bajaba, la puerta principal se abrió. Esperaba ver al mayordomo, pero fue él quien salió a recibirla.

 

—Bienvenida.

 

¿Sus heridas ya sanaron? Qué alivio. Solo después de confirmar que no llevaba vendas en las manos, Giselle alzó la vista para estudiar su rostro.

Y entonces, sus pasos hacia él se detuvieron en seco.

Sus ojos, llenos de incredulidad, recorrieron a Rita, a Loise y al resto del personal que los rodeaba. Todos sonreían con cortesía, como si nada fuera anormal.

 

—¿Por qué nadie más lo nota?

 

Giselle fue la única en darse cuenta.

 

—¡No es el duque!

 

Solo entonces, los demás reaccionaron, protegiéndola y colocándose entre ella y el demonio.

 

—¡Retrocedan, todos!

 

Pero la criatura sonreía, disfrutando del caos. Ignoró la orden de Loise, como si no la hubiera oído, hasta que finalmente, molesto por la interferencia, lanzó un insulto con la frialdad de una daga:

 

—Ladrones de salario inútiles.

—¿A quién le llamas ladrón?

 

Mientras Loise sudaba sin poder responder, fue Giselle, escondida tras Dawson, quien gritó. Su voz era baja, pero lo suficiente para que todos en la entrada la escucharan:

 

—Vete al infierno, maldito impostor.

 

Los sirvientes no se atrevían a tratarlo con rudeza. No solo por miedo, sino porque, después de todo, llevaba el rostro de su amo.

Pero Giselle no solo lo despreció, sino que lo insultó con palabras que jamás habían salido de sus labios.

Loise estaba horrorizado, pero el asesino despiadado, lejos de enfadarse, parecía encantado.

 

—Qué linda estás. Te extrañé.

—Vine a ver al Ajussi. Si no quieres que me vaya, devuélvemelo.

 

Edwin le había advertido que huyera si el demonio aparecía, pero Giselle no desperdiciaría este momento.

 

—No hace falta que me amenaces. Solo vine a darte un regalo.

 

¿Un regalo?

El hombre giró la cabeza y le hizo una señal a alguien dentro de la mansión. Al ver que no respondían, entró él mismo y regresó arrastrando algo atado a una correa de cuero.

Giselle se paralizó al reconocerlo.

 

—…¿Un perro?

 

Y no cualquier perro: un mestizo flaco y desaliñado, como aquellos que alguna vez había… devorado.

El corazón le latió con fuerza, primero de angustia, luego de rabia pura.

¿Esto es una provocación? ¿Otra vez quieres que lo mate?

El corazón le latía con fuerza, pero el orgullo pudo más. Mientras fingía indiferencia, el hombre siguió hablando del perro:

 

—En el refugio dijeron que tiene unos siete años. No tiene enfermedades, está sano…

 

El perro, que jadeaba mirando a Giselle, bajó la cabeza y se rascó una oreja con la pata trasera.

 

—Bueno, tiene un problema de piel, pero está limpio. El veterinario nos dio una pomada. Dile a una sirvienta que se la aplique todos los días. El duque cubrirá los gastos.

—……

—Le puse un nombre: Eddie.

 

¿Le dio el apodo de su infancia a un perro?

Por primera vez, la expresión impasible de Giselle se quebró. El demonio lo notó y, sonriendo satisfecho, extendió la correa hacia ella.

 

—Esta vez, críalo hasta el final.

 

¿Así quieres que me redima? ¿Tú, de todas las personas, te atreves a pedirme eso?

Ardía en deseos de enfrentarse a él, pero ni el momento ni el lugar eran adecuados.

 

—Entendido. Ahora vete.

—Tienes que criarlo.

—¡He dicho que sí!

 

Solo cuando Rita tomó la correa en su lugar, el forcejeo terminó.

 

—Fue un placer verte, preciosa. Disfruta la cena… y la próxima vez, cenaremos juntos.

—Sí, sí.

 

Era obvio que Giselle respondía por compromiso, pero al parecer, eso fue suficiente para el astuto demonio.

 

—Dawson, llévate al perro.

 

Y así, como si nada, el duque recuperó su cuerpo y se fue.

 

—Que ese demonio haya escuchado a Señorita Bishop…

 

Para Loise, fue un impacto… pero también una señal esperanzadora.

Edwin había intentado cancelar la cena, pero la terquedad de Giselle prevaleció, y al final compartieron la comida como estaba planeado.

Bajo la atenta mirada de Dawson y Loise, sentados en extremos opuestos del comedor, la conversación fluyó desde trivialidades hasta temas más personales. Edwin, cuya vida ya no tenía lugar para lo ‘cotidiano’, solo podía hablar de ella.

 

—¿Algo interesante en la escuela hoy?

—No, lo mismo de siempre. Clases, tareas, y ayudar con los preparativos del evento en el club.

 

Al mencionar que la Sociedad de Estudiantes Patrióticos estaba ocupada organizando un acto para el Día del Veterano en el National Memorial, Giselle recordó un favor que el presidente del club le había pedido la semana pasada.

 

—El club subastará objetos personales de celebridades para recaudar fondos para hospitales militares…

 

Solo era posible porque todos los miembros del club tenían conexiones influyentes.

 

—¿Podrías donar algo, Ajussi? No tiene que ser valioso… incluso algo pequeño que hayas usado personalmente. La gente pujaría con locura por ello.

—¿Algo pequeño? ¿Serviría un pañuelo que haya tocado mis labios?

—¡No!

 

Era la primera vez en mucho tiempo que Edwin bromeaba con esa malicia juguetona. A Giselle le encantó ese atisbo de su antiguo yo, aunque el chiste en sí le desagradó profundamente.

Imaginar a mujeres ondeando sus pujas por un trozo de tela que rozó sus labios… Solo pensarlo le provocó un escalofrío de disgusto.

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