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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 126

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  4. Capítulo 126
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El sonido del golpe resonó en mi piel, y una vibración se expandió, seguida de un dolor punzante que ondeó como un eco desde mi mejilla izquierda. En medio de la saturación de sensaciones, que paradójicamente me dejó insensible, un pensamiento surgió con claridad en mi conciencia, tan obvio que ni siquiera valía la pena analizarlo:

¿Me golpeas? ¿Y cómo piensas manejar las consecuencias?

En lugar de devolver el golpe, me limité a mirarla en silencio, fijamente. Las pupilas de la mujer se dilataron de terror, sus iris se contrajeron y se oscurecieron, mientras su rostro palidecía hasta volverse lívido.

 

—A-ah… ¿Qué he hecho…?

 

Por supuesto. Las mujeres nunca se sienten aliviadas después de algo así. Siempre se arrepienten primero.

 

—Ajussi, lo siento… Debo haberme vuelto loca.

 

Ajussi. Ajussi. Qué asco. Cuando ella levantó una mano temblorosa, como si pretendiera acariciar mi preciada mejilla en un gesto de expiación, Lorenz sacó una conclusión obvia, tan predecible que le resultaba tediosa.

 

 

¡Slap!

 

 

Pero, rompiendo sus expectativas, otro sonido de bofetada estalló en el aire. Esta vez, el dolor no llegó. Porque la mujer no me había golpeado a mí—se había abofeteado a sí misma.

 

—¿Qué estás haciendo? ¿En serio te has vuelto loca?

 

Lorenz atrapó rápidamente su muñeca antes de que pudiera golpearse de nuevo. Ella intentó liberarse, pero al ver que no la soltaría, finalmente cedió y dejó caer la mano. Sus hombros y cabeza se hundieron al mismo tiempo.

 

—Snif…

 

Las lágrimas cayeron, una tras otra. Aunque él ya no la golpeaba, ella parecía sufrir cada vez más. Hasta ahora, el dolor ajeno había sido el placer de Lorenz. Incluso Giselle Bishop, la única humana a la que amaba, no era una excepción: cada vez que la hacía llorar, sentía un escalofrío de satisfacción…

¿Por qué ahora yo también siento dolor?

 

—Odio ser quien soy…

 

Giselle, que había caído al infierno engañada por aquel demonio, finalmente liberó en un sollozo todo el resentimiento que se había acumulado en su pecho como alquitrán, ahogándola. Pero su llanto se interrumpió cuando el hombre la atrajo bruscamente contra su pecho.

 

—Yo también me odio…

 

Susurró en su oído con una voz ronca y quebrada, como si fuera un secreto que nadie más debía conocer, antes de enterrar el rostro en su nuca. La piel de Giselle comenzó a humedecerse… pero no con sus propias lágrimas, sino con las de él.

El hombre lloraba con ella.

Una emoción extraña, indescriptible, se apoderó de ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¡PAF!

 

Un estruendo repentino estalló sobre su cabeza, sacudiendo la atención de Edwin, que estaba frente a frente con el monstruo. Pero ese ruido no provenía de la criatura. Incluso ella parecía sorprendida, deteniendo su mano en el aire antes de alcanzarlo, y mirando hacia arriba.

En el rostro de Edwin, donde no había tocado nada, se extendió una sensación punzante. A medida que se acercaba a la superficie de su conciencia, los estímulos externos comenzaban a filtrarse de nuevo.

¿Me han abofeteado?

 

—Snif…

 

Esta vez, un llanto desgarrado resonó desde arriba. Era Giselle. Al final, el monstruo la había atrapado.

Giselle, ¿por qué lloras?

¿Qué atrocidades más ha cometido esa maldita criatura contra ti?

Sin importarle si los esbirros del monstruo lo perseguían, Edwin trepó la torre a grandes zancadas.

 

 

¡Shhhshhh!

 

 

En el camino, un sonido imposible de escuchar en ese lugar se abrió paso a través de las paredes. ¿Lluvia? Pensó que era una ilusión, pero el agua realmente golpeaba la ventana. Lluvia bajo el mar… Nada aquí seguía las leyes de la física.

Y los delirios de esa criatura no eran el único problema. Pronto, los sollozos que venían del exterior se duplicaron.

¿Acaso… ese maldito también empezó a llorar? Qué asco.

Parecía que no era humo. La agitación emocional del amo había causado confusión incluso en sus sirvientes. En la distancia, un delfín gritaba angustiado. Los motores de los aviones de reconocimiento tosían, luchando por mantenerse en vuelo.

La torre se balanceaba violentamente. Al menos, por suerte, el monstruo se precipitó al abismo, pero en ese estado, ni Edwin podía mantener el equilibrio.

¿Por qué debo obedecer las leyes físicas que este mundo ignora?

Concentrándose solo en escalar, Edwin nadó a través de la oscuridad, donde arriba y abajo ya no tenían sentido. Hasta que, de pronto…

 

 

Toc.

 

 

Se topó con una pared.

No… era una escotilla.

Edwin había llegado, al fin, al límite entre la conciencia y el subconsciente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

—¿Quieres que llame a un médico?

—…….

—¿Prefieres que te lleve al hospital?

 

La mujer no respondió, ni siquiera con un gesto. Seguía tumbada, ausente, con la mirada perdida. ¿Había renunciado a la idea de escapar? ¿O acaso la huida ya no tenía sentido? Algo en ella era extraño. Y eso hacía que Lorenz también se sintiera extraño.

 

—¿Y si te digo algo que te reconforte?

 

Incluso su propia cabeza le traicionaba, sugiriéndole palabras que jamás debería pronunciar si quería cumplir su sueño.

 

—Si decidieras quedarte embarazada y tener al bebé… yo me casaría contigo.

 

Solo entonces los ojos vidriosos de la mujer se aclararon, fijándose en él. Sus pupilas temblaban, reflejando emociones contradictorias. Con Edwin Eccleston, era fácil leer sus pensamientos como un libro abierto. Con la mayoría de humanos, bastaba un poco de observación para adivinar sus intenciones. Pero ella… con ella, era imposible descifrar lo que ocultaba tras esa mirada.

 

—¿Quieres consolarme?

 

Era la primera vez que hablaba desde que dejó de llorar. Lorenz asintió con sinceridad.

 

—Entonces, muérete.

—Lo haré.

 

Por un instante, la frialdad glacial de sus ojos se quebró en confusión. Con ternura, Lorenz apartó un mechón de pelo pegado a su mejilla, húmedo de lágrimas, y lo colocó detrás de su oreja. Luego, con voz dulce, prometió:

 

—El día que tú mueras.

 

Loca. La mujer murmuró la palabra sin fuerza, apartando la mirada de él para clavarla de nuevo en el vacío. Su expresión se difuminó otra vez. ¿En qué diablos estará pensando?

Lorenz se tumbó frente a ella, estudiando su perfil inmóvil. Ella cerró los ojos. ¿Dormía? O quizá no los volvería a abrir. Como un cadáver.

 

 

¡Bum, bum, bum!

 

 

Un martilleo rápido en sus oídos hizo que frunciera el ceño. El exterior por fin se había calmado, pero ahora era su propio corazón el que alborotaba, rebelde. Le acercó los dedos a la nariz de la mujer. Solo al sentir el tenue pero regular roce de su aliento, el estruendo en sus oídos se apaciguó.

¿De verdad se había dormido?

Aunque observar a la mujer inmóvil no ofrecía ningún estímulo visual nuevo, el mundo frente a sus ojos comenzó a tambalearse. Sin otra opción, enganchó un dedo en la punta de los de ella y cerró los párpados.

Minutos después, sintió una mirada clavada en su piel. Había abierto los ojos. Le ardía la curiosidad: ¿Qué estaría pensando al verme? Pero no se atrevió a abrir los suyos para comprobarlo. Si lo hacía, ella volvería a cerrarlos, fingiendo que nunca lo había observado.

Contuvo hasta la respiración, como si intentara atraer a un perro asustadizo, sin mover un músculo. Y entonces, la mujer actuó. Se acercó. Y se dejó abrazar. Entre sus brazos.

Lorenz contuvo una carcajada que le hervía en las entrañas. ¿Por qué me preguntaba qué pensaba? Ella no lo veía a él: miraba al ‘Ajussi’, se refugiaba en el ‘Ajussi’. Y lo sabía.

Aun así, la abrazó. Voluntariamente.

Si siguiera sus impulsos, la habría empujado sin dudar. Pero no vivía por arrebatos, sino por el anhelo del mañana. Que esta mujer se aferre a quien no puede tener, hasta que termine ahorcándose de verdad. Si ella, enferma del mismo mal que él, llegaba primero a la muerte, Lorenz seguiría ese camino con alegría.

No compartimos el amor, pero compartiremos la muerte.

Para cumplir su sueño, ella debía obsesionarse aún más con Edwin Eccleston. Así que Lorenz, cómplice de su ilusión, calló y la envolvió con caricias tiernas, fingiendo ser el ‘Ajussi’ que ella amaba.

El cuerpo entre sus brazos comenzó a temblar. Un sollozo reprimido le vibró en el pecho. Su propio corazón se oprimió, sin razón. ¿Esta ternura la llevará a la ruina? De pronto, le asaltó el miedo: Quizá solo me esté arruinando a mí mismo.

Lo sabía. El secuestro ya había perdido su propósito. Entonces, ¿por qué no podía detenerse? ¿Por qué aceleraba su autodestrucción con actos tan insensatos? Si antes solo ella le resultaba incomprensible, ahora hasta su propio corazón se le volvía ajeno.

¿También tú encuentras cruel esta ternura?

La mujer, que se había fundido contra él, de pronto lo empujó con violencia.

 

—Devuélveme a Ajussi.

 

Sabía que ella no necesitaba un médico, ni libertad, ni siquiera a él. Solo a Edwin Eccleston.

 

—Está muerto. Yo lo maté.

 

La mujer palideció, luego le agarró de la camisa y lo sacudió.

 

—No mientas. Tú solo lo mantienes alejado. ¡Devuélvemelo!

—¿Por qué buscas al hombre que te hizo sufrir? ¿Qué tiene de bueno ese desalmado? Un hombre incapaz de llorar contigo, incluso cuando te abraza en tu dolor.

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