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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 125

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  4. Capítulo 125
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Cuando se encontraba en la posición de tener que casarse, por supuesto que debía cambiar de perspectiva. Para asegurar su linaje, necesitaba un hijo, pero Edwin, contra toda lógica, anhelaba una hija. Una niña adorable como Giselle.

Si compartía estos pensamientos con sus amigos casados, todos insistían en que sus hijos serían incomparablemente hermosos, pero Edwin se resistía a creerlo. Prefería confiar en la franca admiración de los mayores: «Nada supera la belleza del primer hijo».

Giselle, tú eres mi primera niña. Mi preciosa niña.

Como si un peso se hubiera aligerado en su corazón, rodeó con sus brazos a la pequeña que, ya relajada, apoyaba la cabeza contra su pecho y comenzaba a adormecerse. Le acarició la espalda con suaves palmaditas. Aunque aquellos habían sido tiempos difíciles, reencontrarse con la Giselle de su infancia lo llenaba de alegría.

Esta niña, cuando crezca, podría darme un hijo…

De pronto, un asco hacia sí mismo le atravesó el pecho, punzante y descarado. Sintió culpa —como era natural— ante la Giselle del pasado, inocente y ajena a que el cuerpo que ahora buscaba refugio en él acabaría cometiendo actos impuros con el adulto que sería.

 

— Ajussi, no te vayas.

 

murmuró la niña al notar que su abrazo se aflojaba, aferrándose a él con terquedad infantil.

 

—Cuéntame algo divertido.

—¿Algo… divertido?

 

De pronto, le vino a la memoria aquellas noches en el refugio antiaéreo, cuando el bombardeo mantenía a la pequeña temblando, incapaz de dormir. Para calmarla, le contaba historias, incluso recurriendo a cuentos sin gracia cuando se le agotaban las ideas. Irónicamente, aquellos adultos también olvidaban su miedo a la muerte mientras escuchaban sus murmullos. Paradójicamente, las noches de bombas se habían convertido en buenos recuerdos… gracias a la presencia de la más frágil de todas: una niña a quien no podía proteger.

 

—¿Sabes por qué el trébol de cuatro hojas es un símbolo de buena suerte?

—No. ¿Por qué?

—Hace mucho, un general en medio de una batalla se agachó para recoger un trébol de cuatro hojas… y en ese instante, una bala pasó silbando sobre su cabeza.

 

Al repetir la misma historia que ya le había contado antes, reviviendo cada palabra, una calidez olvidada se expandió en su pecho. Era una felicidad que no sentía desde hacía mucho.

Quiero volver a esa época.

Era imposible, pero podía quedarse aquí. ¿Acaso no estaba permitido vivir, aunque fuera por un momento, en ese pasado hermoso en lugar de en su realidad destrozada?

Sin darse cuenta, se sorprendió sonriendo ante esos pensamientos.

Esta trampa fue diseñada así.

No usaron el sufrimiento como cebo, sino la felicidad. Cuando ni siquiera sus peores memorias lograban retenerlo, alguien había plantado cerca de la cima de la torre a la pequeña Giselle, el único ser que Edwin jamás podría soltar.

‘Bien jugado’

Era un estratega incluso más despiadado que el as enemigo cuyo nombre había robado tiempo atrás. Aunque, en comparación con su gran plan maestro, los detalles eran descuidados. Merece un suspenso, pensó.

 

—Giselle.

—¿Sí?

—¿Sabes quién es Giselle?

—Es el nombre que tú me diste.

—No. Tú ahora eres Natalia. No Giselle.

—……

—Si realmente fueras Natalia de diez años, no sabrías quién es Giselle. Entonces… ¿quién eres?

 

El rostro antes sereno de la niña se retorció en una expresión grotesca. Su cuerpo, que debería haber sido el de una niña de diez años, se hinchó de manera antinatural, desprendiéndose del abrazo de Edwin. Su cuello se alargó hasta golpear el techo del estrecho pasillo de la torre, y su forma dejó de ser humana por completo.

 

 

Grrrk.

 

 

Entre sus colmillos expuestos, en lugar de la voz dulce de Giselle, surgió el rugido de una bestia. La criatura extendió sus garras hacia Edwin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se había quedado dormida un momento, pero al despertar, notó que la parte inferior de su cuerpo estaba húmeda. Ajussi siempre da mucho calor, pensó. Como él la abrazaba con fuerza mientras dormía, asumió que era solo sudor… hasta que intentó moverse.

Al incorporarse, sintió algo cálido y espeso deslizándose entre sus piernas. Con manos temblorosas, levantó su falda.

Ahí estaba: en el centro de su ropa interior blanca, una mancha carmesí se expandía. El rostro de Giselle palideció, como si toda la sangre de su cuerpo hubiera huido hacia ese lugar.

¿Qué es esto…?

Permaneció paralizada, hasta que, demasiado tarde, comprendió que podría manchar la falda y las sábanas. Se arrastró hasta el baño.

 

 

Sshhhh

 

 

El sonido del agua corriendo debió alertar a alguien, porque sintió pasos acercándose a la puerta. Quería salir, pero sus piernas no respondían. El cuerpo que minutos antes se había movido con urgencia ahora le pertenecía a otra persona.

 

—¿Qué estás haciendo ahí?

 

El hombre abrió la puerta y, al ver a Giselle acurrucada contra la pared, preguntó. Luego desvió la mirada hacia el lavabo, donde el agua seguía corriendo a borbotones. Dentro yacía su ropa interior teñida de sangre. Debería esconderla, pensó, pero algo dentro de Giselle estaba tan entumecido que ni siquiera sentía vergüenza.

Al cabo de un momento, el hombre reformuló la pregunta:

 

—Dijiste que no estabas embarazada.

—…No lo sé.

 

Era imposible distinguir, solo por las manchas de sangre, si era una menstruación tardía de un mes… o un bebé que había llegado ocho meses antes de tiempo y ahora yacía muerto. Pero una cosa sí quedaba clara:

 

—No… estoy embarazada.

 

Menstruación o aborto espontáneo, en cualquier caso, Giselle no llevaba dentro al hijo de aquél hombre.

Era un alivio.

 

—Hics…

 

Y por eso mismo, un dolor desgarrador.

¿Cómo podía aliviarse de no tener el hijo del hombre que amaba?

Había intentado convencerse de olvidarlo —era un niño que de todos modos desaparecería—, pero no pudo. No podía pedirle que se detuviera, aunque ese demonio quizá lo hubiera matado al saber del embarazo. Aun así, había movido sus caderas con desesperación, como si pudiera proteger a un niño condenado desde el principio.

En el fondo, quería que viviera.

Por mucho que repitiera que era lo correcto —eliminarlo—, jamás deseó hacerlo.

Tal vez habría podido amar a ese niño, incluso si no lo había querido. No solo por ser hijo de él, sino por ser suyo. La primera familia verdadera que tendría, después de que la suya fuera exterminada.

Desde que perdió su hogar en la guerra, había vivido como parásito en casas ajenas. Ni siquiera aquel palacio fue un hogar, y al hombre que la crió como una hija nunca lo consideró familia. Si tuviera dignidad, sabría que todo era prestado, que algún día tendría que soltarlo.

Él nunca la hizo sentir así, pero el mundo entero la miraba con desprecio: «Eres una sanguijuela que chupa la vida de otros». Si hasta ella lo creyera, él sufriría. Y Giselle odiaba verlo sufrir. Por eso, frente a él, siempre sonreía, radiante, escondiendo a sus espaldas el miedo que la acechaba como una sombra: el temor de volver a estar sola.

Cuando su hermano menor —inútil para sobrevivir, solo una carga— murió, sintió alivio. Fue lo mejor para ambos. Pero, igual que cuando perdió a los adultos que la protegían, solo quedó el vacío.

Ahora estoy completamente sola.

Hasta entonces, solo había buscado la manera de sobrevivir por su cuenta. Pero a los diez años, Giselle aprendió —de la peor manera— que sobrevivir solo y ser abandonado no eran lo mismo.

Todavía me aterra quedarme sola.

La Giselle de ahora no era una niña de diez años. Además, este no era un campo de batalla donde su vida dependía de una putrefacta patata.

Pero si alguna vez se quedaba completamente sola, sentía que volvería a ser esa niña de diez años luchando contra un mundo cruel. Porque eso significaría haberlo perdido a él. Un rescate puro, sin pedir nada a cambio, no ocurriría dos veces en su vida. Quedaría completamente desamparada.

Ese miedo irracional la perseguía como una sombra pegada a sus talones.

Cuando temió estar embarazada —un hijo que nunca deseó—, el terror de la soledad se calmó un poco. ¿Cómo cargaría con un hermanito menor si apenas podía sostenerse a sí misma? Pero esa sombra, que por un momento se había encogido, se infló de golpe cuando supo que no habría ningún bebé. Y entonces la devoró por completo.

 

—Snif…

 

Empezó a llorar, respondiendo cosas incoherentes como una sonámbula. Lorenz se sentó a su lado, observando en silencio su rostro enterrado entre las rodillas, antes de preguntar:

 

—¿Por qué lloras? ¿Te duele algo?

 

Ella alzó la cabeza de golpe y lo miró con furia.

 

—Sí, hip, me duele. ¿Y a ti? ¿Te alegra que sufra?

 

¿Acaso parezco feliz? No. Claro que no.

El cuerpo y la mente se le habían vuelto imposibles de controlar, y ahora ni siquiera podía ocultar lo que sentía. Cada emoción se le grababa en el rostro sin permiso, y la humillación de saberse tan expuesta le quemaba por dentro.

¿Acaso no sabía qué expresión poner? ¿Había elegido la equivocada sin darse cuenta?

Lorenz sintió el impulso de buscar en su rostro una respuesta, pero no pudo. Ella le aferraba la camisa con fuerza, sin soltarlo.

 

—¿Por qué yo debería sufrir? ¿Qué hice mal?

 

Le gritó, desafiante.

Aquella voz que antes le sonaba dulce, incluso cuando lo perforaba con sus palabras, ahora solo le resonaba áspera en los oídos. Ni siquiera el descanso había servido de algo; el cansancio lo envolvía de nuevo.

 

—¡No te hice nada! ¡Así que no me hagas sufrir!

—¿Por qué me reclamas a mí? El que te preñó no fui yo, sino tu querido Ajussi…

 

 

¡Slap!

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