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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 124

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Se me cortó la respiración. ¿Con qué derecho, siendo un intruso, había construido su propio mundo dentro de mi mente?

Según sus gustos.

Había recreado el mar que tanto le gustaba, pero Edwin intuía que no lo había hecho de forma inconsciente.

Aunque, ¿por qué tenía que ser el fondo del mar?

Al menos, eso facilitaba que Edwin nadara hacia la superficie. Era un experto nadador, capaz de sobrevivir incluso en los ríos más turbulentos. Luchó contra las corrientes con fuerza bruta, pero para escapar no bastaba con su habilidad. Cada vez que se acercaba a la cima de la torre, invariablemente se topaba con delfines o aviones de vigilancia.

Aviones volando bajo el agua. Una locura que ignoraba por completo las leyes más básicas de la física.

En cuanto los vigilantes lo detectaban, aquel tipo interfería. La resistencia era mucho más feroz que en las profundidades. Desesperada, incluso. Parecía que, cuanto más cerca estaba de la superficie de su conciencia, mayor era la influencia que el intruso ejercía desde fuera. Por eso, justo cuando Edwin alcanzaba la cima, era arrastrado de vuelta al abismo en un instante.

Ascenso y descenso. Era como condenarse a empujar una roca cuesta arriba, una y otra vez, sin llegar nunca a la cima.

Esto no funciona. Necesito otro camino.

Edwin entró en la torre.

Si vas a invadir mi mente, yo haré lo mismo con la tuya.

Mientras subía, abrió todas las puertas que encontró. Al otro no le haría gracia que rebuscara en sus recuerdos. Podría toparse con algo que hubiera escondido a propósito.

 

Brummm.

 

Como esperaba.

Un delfín pasó raudo frente a la ventana, poco después, la torre se estremeció. Pero no era un intento de detenerlo, sino más bien de recoger los recuerdos que Edwin había esparcido sin miramientos.

 

 

¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!

 

 

El sonido de las puertas cerrándose en cadena lo perseguía desde abajo. Sin inmutarse, Edwin siguió abriéndolas todas, ascendiendo con calma mientras la torre se sacudía.

¿Qué es esto?

De pronto, se detuvo en seco. Su mirada se clavó en una pequeña puerta, escondida en un rincón como la madriguera de un ratón. No tenía pomo, pero al empujarla con los dedos, aunque no se abrió, hubo una respuesta: apareció un dial.

¿Habrá algo aquí que quiera ocultarme? ¿Algún pensamiento o recuerdo?

‘Podría ser información importante’

Tras dedicar tiempo a combinar números que aquel tipo pudiera haber considerado memorables, dio con la respuesta: la fecha de nacimiento de Giselle.

‘Maldito hijo de puta’

¿Qué habría escondido detrás de esto? Presentía que sería impactante, pero si quería desestabilizarlo, necesitaba sacarlo a la luz. Abrió la puerta.

 

 

—Mmmh, ah… Duque… ¡Ah-ah!

 

 

Lo primero que lo recibió fue el gemido de una mujer. Irónicamente, ahora reconocía demasiado bien los jadeos de Giselle, por eso supo de inmediato que no era ella.

Efectivamente. En la escena que se desarrolló ante sus ojos, los dos cuerpos entrelazados eran los de el padre de Edwin y la institutriz de la que alguna vez se había enamorado.

Era común que un adolescente idealizara a un adulto en quien confiaba y que esa admiración derivara en atracción. Pero en el momento en que presenció su intimidad, lo que debería haber sido una fiebre pasajera de la edad se convirtió en una herida que dejó cicatrices imborrables.

Su padre siempre había sido un hombre —no, una bestia— dispuesto a montar a cualquier mujer. ¿Quién esperaría moralidad de un animal? Por eso, Edwin creyó haber superado el dolor de su lujuria inmoral.

No sabía que sería distinto si la mujer involucrada era alguien a quien él había amado.

De haber sido otro hombre, Edwin se habría reprochado su propia incapacidad, por su juventud, para ser un interés romántico. Pero, ¿por qué tenía que ser ese depravado? Hasta ella comenzó a parecerle repulsiva.

La institutriz, a quien recordaba como una mujer serena y devota, había sido confidente de su madre. La traición al descubrir que, mientras consolaba a su madre por las infidelidades de su padre, se acostaba con él a escondidas, fue indescriptible.

Al menos, de haber sido una relación forzada, lo habría entendido. Pero sus actos no mostraban coerción. Y lo que siguió fue el cliché más trillado de un affaire.

La desilusión de Edwin hacia la humanidad siempre se originó en el deseo sexual.

Y justo cuando su repulsión hacia el sexo estaba en su punto más alto, vio a otra persona teniendo relaciones. Si ya el acto entre padres era una pesadilla para un niño, ¿Qué sería entonces el adulterio de uno de ellos? Para Edwin, fue un evento lo suficientemente traumático como para cambiar su carácter.

Y justo ese recuerdo estaba escondido en esta habitación.

Edwin lo entendió demasiado tarde: esto no era una caja fuerte de secretos.

Era una trampa tendida para él.

‘Qué lastima. He caído’

Pero él también lo lamentaría. El Edwin de ahora no era aquel adolescente traumatizado por su primer encuentro con el sexo. Gracias a ese degenerado que, sin ser un Eccleston, seguía fielmente el linaje de semental de su familia, ya había perdido la cuenta de cuántas veces había pensado que nada sería más impactante que violar a Giselle en plena lucidez.

Por lo visto, al otro aún no leía esos pensamientos, pues seguía ofreciéndole respuestas incorrectas.

‘Aun así, acertó al calcular que caería en esta trampa’

No solo compartían capacidad de razonamiento, sino también patrones de pensamiento. Edwin estaba luchando contra sí mismo, y una y otra vez, el otro lo estaba anticipando.

‘Entonces, yo también debería ser capaz de leer sus movimientos.

Aunque había perdido tiempo al caer en la trampa, ya había ascendido bastante. Gracias a su habilidad para evadir a los vigilantes. Edwin, oculto en el ángulo muerto junto a la ventana, esperó a que el sonido de los drones se alejara antes de cruzar el espacio con un salto ágil. Justo cuando creía haber alcanzado la oscuridad fuera del alcance de sus perseguidores, algo le agarró el tobillo.

¿Qué es esto?

 

 

—Ajussi….

 

 

Una voz frágil, surgida desde abajo, lo detuvo por segunda vez.

 

 

—…¿Giselle?

 

 

Solo al arrodillarse distinguió a la niña acurrucada en el rincón oscuro de la escalera. Una figura esquelética, temblorosa, embadurnada de sangre. La primera imagen que Edwin conservaba de ella.

 

 

—¿Qué haces aquí?

 

 

No estaba guardada en una habitación, como los demás recuerdos.

 

 

—Tengo miedo…

—¿De qué? ¿Quién te está lastimando?

 

 

La respuesta llegó antes de que Giselle pudiera hablar: un dron pasó tras la pared, y la niña se puso lívida en un instante, paralizándose. Su cuerpo rígido tembló como un álamo en medio de una ventisca.

Giselle le tenía pánico a los aviones. Para ella, no eran un medio de transporte, sino lluvia mortífera cayendo del cielo. Aunque bajo su protección había logrado sanar los traumas de la guerra y reacostumbrarse a una vida tranquila, nunca superó ese terror.

Quizá en esos cuatro años sin él lo había conseguido. Pero en aquel entonces, el solo rugido de un motor la dejaba petrificada.

 

 

—Hmm…

 

 

El corazón se le encogió al verla tan aterrada que ni siquiera podía gritar o llorar como hubiera querido.

Por mucho que solo fuera un recuerdo, no podía dar un paso y dejarla allí.

Edwin se quitó la chaqueta del uniforme. Era irónico: hacía un momento solo llevaba camisa y pantalón, pero ahora vestía el traje de oficial completo. Como siempre que Giselle, a sus diez años, se asustaba, envolvió su pequeño cuerpo tembloroso con la chaqueta. Al sentarse a su lado, la niña se refugió en su regazo sin dudar, igual que en aquellos tiempos.

 

 

—Tranquila, estoy aquí.

 

 

El temblor de la niña disminuyó mientras la consolaba, pero seguía rodando los ojos, alerta a cualquier sonido exterior, por si el avión regresaba. La escena le partía el alma.

Ojalá tuviera algo más para calmarla.

En ese momento, notó algo en su bolsillo. Al sacarlo, no pudo evitar sonreír: era una de esas chocolatinas que distribuía el ejército.

 

 

—¿Eso… qué es?

 

 

Al reconocer comida, los ojos de la niña brillaron. Edwin le entregó el chocolate sin envoltorio. Sin siquiera agradecer, Giselle lo cogió ansiosa y, tras tres bocados voraces, se lo metió entero en la boca, como si temiera que alguien se lo arrebatara.

Así no podrá ni masticarlo.

Apretando los labios con determinación, movió la boca como en los viejos tiempos, cuando cada bocado era una carrera contra el hambre.

 

 

—¿Está rico?

 

 

Solo después de tragar el chocolate, la niña exhaló el aire que contenía y esbozó una sonrisa radiante. Era una de esas sonrisas que, con solo verlas, te llenan de satisfacción.

Edwin quería ver esa sonrisa una y otra vez. Por eso, había compartido con ella todo lo que le traía felicidad. ¿No es ese el sentimiento de un padre hacia su hija? Pero él, que siempre había creído que viviría y moriría soltero, jamás imaginó que tendría algo como una hija propia.

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