Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 123
—Todo es demasiado vívido. Por eso no siento nada. ¿A ti también te pasa?
—…¿No?
El hombre le preguntó a Giselle si a ella no le ocurría lo mismo: si, al verse inundado de estímulos demasiado intensos y repentinos, no terminaba por embotarse, como si su mente y cuerpo se entumecieran en una niebla, o si el mundo no le daba vueltas como después de una borrachera.
—He pasado noches en vela y me he quedado aturdida… Pero tú has dormido.
Él la miró con desconcierto, incapaz de hacerla entender, y tras un suspiro resignado, calló. En ese momento, parecía un hombre derrotado.
—Necesito descansar.
A pesar de haberse despertado hacía poco, volvió a tomar somníferos y se durmió. Como era de esperar, arrastró a Giselle —que no necesitaba dormir— a la cama y la abrazó.
Ahora que lo pensaba, desde aquel día, el hombre solo la usaba como almohada o la estrechaba entre sus brazos, pero no saciaba sus deseos sexuales. Quizás era porque, como él mismo dijo, ya no sentía estímulos… o porque el cansancio ahogaba hasta el deseo.
En otras circunstancias, cuando Giselle respondió con ese ‘…¿No?’ —como si lo que él decía le sonara absurdo—, el hombre habría entendido que era el único que experimentaba esos síntomas y se habría callado. Pero esta vez, aun sabiendo que revelar sus debilidades lo había llevado a esta situación, acabó confesando otra. ¿Estaría tan exhausto que había perdido hasta el juicio?
Tras observar y escuchar, Giselle dedujo que la personalidad que parasitaba la mente de Ajussi era más vulnerable que la de un humano común a los estímulos externos, que controlar el cuerpo y la conciencia le demandaba una energía excesiva. Por eso no podía mantener el dominio por mucho tiempo y seguía retrocediendo.
¿Ves? No puedes arrebatarme este cuerpo para siempre.
Entonces, si el otro se debilitaba —como en el clímax o al dormir—, ¿podría Ajussi recuperar el control?
Lo que Giselle esperaba con ilusión era, para el hombre, una preocupación. Por eso seguía tomando pastillas para dormir o revisando el reloj obsesivamente mientras estaba despierto.
—No hay necesidad de hacer esto.
Giselle llevaba días intentando convencerlo de que dejara esas tonterías.
—Lo haces para encerrarme, ¿verdad? ¡Ya te dije que no hace falta!
Ajussi no se suicidaría. Si aun así no la liberaba… ¿habría cambiado el motivo de su cautiverio?
El hombre sabía por qué Ajussi ya no intentaría quitarse la vida. Recordaba lo que Giselle le había dicho.
—Lo de que crees que estoy embarazada… ¿era en serio o mentira?
—…Mentira.
Decir que era mentira… también es mentira. No, no lo sé. He mentido tantas veces que hasta yo, Giselle, estoy confundida sobre mi propio estado. Solo hay una certeza:
Todavía no veo sangre.
Al menos, eso fue verdad hasta aquella tarde.
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—¿Por qué sigues despierto?
El demonio se dio cuenta de que Edwin, aunque había perdido la conciencia, no había perdido su autoconciencia y seguía hurgando en su subconsciente.
—¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué no desapareces de una vez?
—El dueño aquí soy yo. Desaparecer te toca a ti.
Así, sin esperarlo, Edwin se encontró cara a cara con el demonio en su interior. Al verlo de cerca, se parecía menos a un demonio y más a una criatura monstruosa. Embistió como una bestia enfurecida, pero al ver que Edwin no moría por más que lo intentaba, terminó tratándolo a él como al monstruo y lo expulsó.
Hacia las profundidades del subconsciente.
En ese abismo insondable, donde ni siquiera podía percibirse a sí mismo, ningún estímulo exterior llegaba. Por eso no había forma de saber si Giselle había logrado escapar… o si la habían capturado de nuevo.
Edwin caminó y caminó en una oscuridad absoluta. ¿Acaso los sentidos se adaptan incluso a la ausencia de estímulos? Poco a poco, comenzó a percibir su entorno.
Se detuvo por primera vez al notar un cambio abrupto en el flujo. Avanzó contra una corriente rápida y, al final, no era una ilusión: había un tenue resplandor. No tardó en llegar a la salida.
Justo cuando intentaba escapar, un delfín apareció frente a él, bloqueándole el paso. Tenía un dial en su aleta dorsal. Era la misma criatura que Edwin había atrapado antes de que el monstruo lo descubriera.
Cuando necesitaba encontrar una contraseña, Edwin asumió que todos los recuerdos estaban guardados en habitaciones, así que abrió innumerables puertas. Hasta que comprendió que aquí también existían cosas sin forma de cuarto. Como ese delfín que, al verlo, salía huyendo despavorido.
¿Para qué servirá esa criatura?
Siguiendo una corazonada, el dial apareció en su campo de visión, tal como esperaba.
El demonio, al darse cuenta de que Edwin buscaba la contraseña a través de las habitaciones de su mente, había decidido guardarla no en un lugar, sino en un ser vivo: el delfín, programado para huir cada vez que Edwin se acercaba.
Atraparlo no fue fácil. Cada vez que el usurpador de su cuerpo intentaba extraer el código de su memoria, el delfín se sumergía como si buscara refugio en las profundidades. Edwin estudió su patrón, esperó el momento en que emergía para revelar la contraseña… y entonces lo atacó.
Aunque lo capturó al primer intento, el número no apareció de inmediato. El demonio había dejado una especie de acertijo: solo cuando Edwin adivinó la respuesta, el delfín expulsó por su espiráculo tres dígitos.
Qué mal gusto. Infantil, incluso.
El delfín, como si supiera que había traicionado a su amo, se enfureció al verlo: sacudió su cola con violencia. Pero Edwin ya estaba cruzando el umbral de salida cuando, de pronto, la criatura se lanzó como un torpedo y desapareció. No era una retirada, sino un ataque: se dirigía hacia la superficie, el límite entre la conciencia y el subconsciente.
¿Ahora es mi guardián?
Como anticipó, el demonio no tardó en interferir.
Primero fue la lengua.
Algo húmedo y blando se enroscó alrededor de la suya, aplastándola con una presión sorda. La textura era casi carnal, familiar… y entonces lo entendió. El recuerdo de un beso con Giselle.
—Haa…
Un sonido, entre quejido y maullido, resonó en sus oídos. Cercano y lejano a la vez. La masa que envolvía su lengua tembló, vibrante. Antes de que pudiera cuestionarlo, apareció ante sus ojos: carne rosada, húmeda, deslizándose hacia él. Un pequeño nudo palpitante en su centro.
El sexo de una mujer.
No era un beso.
Tenía la lengua enterrada en el interior de Giselle.
«Malvado» y «Lo siento» brotaron a la vez de su mente. Cerró los ojos por reflejo, pero el recuerdo no se desvaneció.
Chas.
La sensación de líquido cálido, expulsado del cuerpo de ella, salpicándole el rostro. El demonio había seleccionado a propósito los momentos más sórdidos, los abusos más viles, para mostrárselos. Una táctica obvia: sacudir su voluntad.
Su cuerpo, a medio camino entre la salida, retrocedió un paso… pero no cayó de vuelta en la oscuridad. Por doloroso que fuera —por mucho que quisiera arrojarse al infierno—, ya nada lo golpearía más que el recuerdo de aquel instante: haber penetrado sobrio a la niña que él mismo había criado.
Al dar el paso definitivo, el delfín que lo vigilaba desde arriba lanzó un gemido.
Y entonces, el escenario cambió.
—¿Podrías hacer que Ajussi se enamore de mí?
‘…¿Qué?’
Era una pregunta que solo podía dejar a Edwin perplejo. Pero Giselle no era una niña tan ingenua como para vender su alma al demonio por una poción de amor. Debía haber algo más detrás de esa pregunta. Sin embargo, el demonio, cortando todo contexto, le había hecho escuchar solo eso, claramente para incriminarla.
Justo cuando Edwin, manteniendo la calma, estaba a punto de sacar el otro pie hacia afuera…
—El puto asqueroso aquí… eres tú.
‘……’
¿Mi dulce cachorra soltando palabrotas tan sangrientas…? Esto sí que me tomó por sorpresa, al punto de hacerme detener en seco. Era obvio, por el contexto, que el maldito debía haber insultado primero a Edwin o a Giselle con palabras sucias. No había forma de que Giselle, siempre educada y refinada, fuera la primera en soltar groserías.
Tras resistir todos los ataques, por fin había logrado salir de las profundidades de su mente. Como los ojos que se adaptan a la oscuridad, cuanto más tiempo pasaba en el mundo del subconsciente, más se acostumbraba a sus sensaciones. Lo que al principio era solo una oscuridad densa e indiferenciada ahora se revelaba con claridad.
Pececillos nadaban entre corales multicolores adheridos a las rocas. Se parecía al mar de Costa Esmeralda, donde Edwin solía sumergirse en verano. Pero aquí había algo que aquel lugar no tenía:
Una torre.
Una estructura artificial que se alzaba imponente en medio de un paisaje moldeado por la naturaleza. Edwin alzó la mirada. La torre se extendía verticalmente hasta perderse en lo alto, convertida en un punto inalcanzable. Pero ahora sabía algo: en su cima, donde tocaba la superficie, había una escotilla.
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