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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 122

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  4. Capítulo 122
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—No me iré sin usted, Ajussi.

—Como tú dices, volveremos a vernos. ¿Qué tal si cenamos juntos esta noche? Mientras me esperas, piensa en qué te gustaría comer.

 

Aunque intentó calmarla incluso con promesas, Giselle no escuchó y siguió tirando de su mano con desesperación. No había tiempo para esto. Edwin se levantó y la arrastró hacia la entrada. Al desbloquear personalmente la cerradura y abrir la puerta, lejos de alegrarse por su liberación, Giselle se aferró a su cintura con un sobresalto, presintiendo su intención de abandonarla.

 

—Prefiero vivir encerrada para siempre antes que dejar que usted se suicide.

 

Sabía que, aunque ahora lo tenía atrapado, si él usaba su fuerza bruta, ella no podría vencerlo. Las únicas armas de Giselle eran sus palabras.

 

—En realidad… le mentí, Ajussi.

—Lo hablaremos después.

—Podría estar esperando su hijo.

 

Los pasos del hombre, que arrastraba a Giselle a rastras hacia el ascensor, se detuvieron en seco. Cuando él la miró horrorizado, ella le asestó otro golpe:

 

—Todavía no lo sé con seguridad. Pero creo que estoy embarazada.

 

Claro que, después de tanto maltratar su cuerpo, si no había abortado quizá no fuera un embarazo… pero omitió ese detalle. Esa clase de verdad no lo retendría.

 

—¿Y el bebé?

 

Giselle lo recordaba. La noche en que él le había preguntado si estaba embarazada, un presentimiento oscuro la había embargado: «Tal vez se suicide».

¿Acaso no había sacado ese tema, evitado por ambos durante tanto tiempo, porque esperaba que, si ella llevaba su hijo dentro, él abandonaría su decisión de morir? Si esa noche le hubiera respondido con honestidad —»Aún no lo sé»—, quizás él no habría llevado la navaja a su muñeca. Desde que supo que él quería morir, no había dejado de torturarse, repasando una y otra vez aquella conversación.

 

—Si usted no está… ¿Qué será de mí y del bebé?

 

Así que usó como grillete a un niño que quizá ni existiera, un bastardo que, de nacer, debería ser eliminado. Con descaro, lo aferró a ese pretexto para sujetar los pies del hombre que se dirigía hacia la muerte.

Aquel que crió sin obligación al hijo de otro… no podría evadir su deber si fuera el suyo propio. Además, ¿realmente sería tan cruel como para arrojarse al vacío sin remordimientos, sabiendo que su error había dejado a Giselle encinta? Ella estaba tan desesperada por salvarlo que no dudó en manipular hasta los sentimientos que él hubiera preferido olvidar.

 

—Giselle…

 

Haber golpeado su punto más débil lo derribó al instante. Ya no intentó apartarla; en cambio, acarició con su palma el rostro húmedo de lágrimas. Ella, como un cachorro suplicando clemencia, alzó los ojos vidriosos —a punto de desbordarse— y hundió la mejilla en esa mano ancha como su corazón.

 

Ajussi la miró con esa mirada que le partía el alma. La misma que tuvo cuando ella, amenazando con morir de inanición si la abandonaba, lo obligó a quedarse.

‘¿Cómo podría dejarte e irme?’

Giselle lo supo: en ese momento, él pensaba exactamente lo mismo que entonces. Su corazón se inclinaba de nuevo hacia la vida.

 

—No te preocupes. Siempre estaré a tu lado. Así que… por favor, cuídate. Por ti misma.

 

Finalmente, logró subir a Giselle al ascensor que acababa de llegar.

 

—Date prisa. Vete antes de que ese tipo despierte.

 

Esta vez, ella se separó de él sin resistencia y entró sola en el ascensor. La firmeza en su mirada, que hasta entonces había denotado una determinación inquebrantable, se había desvanecido. Probablemente, su decisión de morir se había esfumado entre dudas.

 

—Hasta luego.

 

Las puertas del ascensor se cerraron. Ante sus ojos desapareció ese rostro pálido que reflejaba, con cruel transparencia, una ansiedad que ni siquiera había logrado disimular. Edwin se quedó solo.

La sonrisa que había fingido para ella se borró sin dejar rastro. Delante de Giselle, había actuado como si hubiera recuperado la voluntad de vivir, pero en realidad era todo lo contrario. Sin embargo, ahora ni siquiera podía permitirse pensar en morir. «Podría estar embarazada» —ya fuera cierto o solo una mentira desesperada para retenerlo— demostraba una vez más que Giselle era una chica inteligente.

Un bebé…

Para Edwin, la palabra «niña» solo había servido para referirse a Giselle. Pero si ella decía la verdad, ahora «niño» podría significar algo que ni en sus peores pesadillas había imaginado: un hijo suyo y de Giselle.

Respetaría su decisión, pero… ¿era realmente una elección hecha en libertad? Una decisión forzada no era una decisión.

Giselle había recorrido un camino dorado: desde la academia para señoritas de alta sociedad hasta la universidad más prestigiosa del reino. Al final de ese camino, la esperaba una vida de respeto y comodidades, perfecta para criar a un niño. Pero ahora pretendía abandonar ese futuro seguro para adentrarse en un sendero lleno de espinas.

El brillante futuro de la chica que él amaba más que a nada en el mundo estaba a punto de ser arruinado… por otro niño. Aunque fuera suyo, la idea no le resultaba agradable. Si otro hombre hubiera dejado embarazada a Giselle, no habría dudado en aconsejarle que lo reconsiderara. Pero, siendo él el culpable, cualquier intento de disuadirla solo sería visto como un cobarde intento de eludir su responsabilidad.

Un deseo de disuadirla de tener al bebé no nacía solo por Giselle.

Si ella se convertía en madre, Edwin inevitablemente se convertiría en padre. ¿Un padre que a veces se transforma en un asesino? Aquel demonio, tal como había hecho con Giselle, sin duda usaría al niño como rehén. Sería el peor padre imaginable.

Así que esto no era sabio para nadie. Giselle, inteligente como era, ya lo sabía. Y, sin embargo, había tomado esta decisión insensata solo para salvarlo a él. Al final, todo era culpa de Edwin.

Estos pensamientos en bucle siempre lo llevaban al mismo lugar: querer morir. Pero, por supuesto, para el Edwin de ahora, la muerte era un lujo que no podía permitirse.

Había rescatado a Giselle de las garras de ese monstruo, así que ahora debía encontrar la manera de protegerla a ella… y a ese posible hijo. Justo en ese momento, mientras escuchaba el sonido del ascensor descendiendo y se daba la vuelta para regresar al penthouse, ocurrió.

Un mareo repentino, como si lo succionaran hacia algún abismo. Su visión se oscureció de golpe. Sintió su cuerpo hundirse, como si estuviera siendo arrastrado bajo el agua, supo de inmediato que ya no tenía el control.

Si era así, todo sonido debería haberse desvanecido… y, sin embargo, una voz —nítida, cercana, como el gruñido de una bestia enseñando los colmillos— le atravesó la nuca:

 

—¿Por qué sigues despierto?

 

Edwin giró hacia la voz, incapaz de ocultar su agitación. Allí estaba, mirándolo fijamente.

El hombre sin rostro.

 

«Edwin Ecclestone está solo.»

 

Por primera vez, Edwin se enfrentaba a una existencia que volvía falsa esa premisa bajo cualquier condición.

 

 

 

⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

 

 

 

El escape había fracasado una vez más.

Desesperada, Giselle ansiaba escuchar los regaños de Ajussi: «¿Por qué no te fuiste cuando pudiste?» Pero llevaba más de tres días sin verlo.

¿Qué le habrá pasado?

Él no había salido del penthouse. Lo que solo podía significar una cosa: el demonio había tomado el control todo este tiempo.

¿Qué habrá sido de él?

Giselle observó fijamente el rostro del hombre que la había obligado a dormir abrazada a él. Con voz queda, lo llamó:

 

—Ajussi…

 

Pero no despertó. Quizás, ahora, ni siquiera podía hacerlo si lo intentaba. Antes de dormir, lo había visto tomar pastillas. Sin duda, eran somníferos.

¿Lo está drogando para asegurarse de que no recupere el control?

Ahora sabía la verdad: Ajussi podía abrir esa «puerta especial» y tomar el mando de su cuerpo. Podía hurgar en los recuerdos, igual que ella.

Aquel poder del que tanto alardeaba ya no era exclusivo suyo. Justo como me pasó a mí, ahora él estaba expuesto: cada pensamiento, cada memoria, al descubierto. El demonio se encontraba al borde de un cambio de roles.

Qué delicia.

Era tan dulce la venganza que hasta le resultó cómico: ella había sido quien le dio a Ajussi las herramientas para contraatacar.

 

—…Lo logré gracias a ti.

 

Al reflexionar sobre esas palabras, Giselle se preguntó: ¿Acaso Ajussi obtuvo ese nuevo poder al escuchar en su mente las conversaciones que tuve con su otra personalidad?

Parecía que el hombre también lo creía así. Gracias a ella… o más bien, por culpa de ella. Además, tras descubrir su intento de escape —aquella conspiración para descifrar la contraseña aliándose secretamente con Ajussi—, ahora la trataba como a una espía que había traicionado su confianza.

¿Traición? Qué ridículo.

Nunca estuve de tu lado para empezar.

Afortunadamente, ese resentimiento absurdo solo se manifestaba en sus expresiones y palabras. Aunque sabía que no llegaría al punto de golpearla, no podía evitar ese nudo de ansiedad en el pecho: ¿Y si esta vez cruza el límite? Su estado mental siempre pendía de un hilo.

Esa falta de control, esa desesperación de acorralado… sin duda se debía a que ahora era él quien estaba siendo perseguido por Ajussi. ¿Y esa creciente irritación? ¿Será por la falta de sueño?

Aunque se medicaba con somníferos, por más que dormía, su agotamiento empeoraba día a día. Esa mañana, frente a su cigarro y café, había fruncido los ojos con expresión cansada y murmuró algo extraño en voz baja…

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