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Mi Amado, A Quien Deseo Matar - Capítulo 120

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  4. Capítulo 120
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—…Gracias a ti, lo logré.

—¿Qué hice yo… exactamente?

 

El hombre no respondió a la pregunta de Giselle. Recogió su camisa del suelo y, en lugar de ponérsela, se la tendió a ella, con la cabeza vuelta hacia otro lado. Como si, tras haber visto cada centímetro de su cuerpo desnudo, esto fuera suficiente para cubrirla.

 

—Lo siento.

 

Cuando Giselle aceptó la camisa, su nuca ya estaba teñida de rojo. Bajó aún más la cabeza, su voz sumida en remordimiento.

 

—Llegué demasiado tarde.

 

Esta vez, a diferencia de antes, no había perdido el conocimiento cuando le arrebataron su cuerpo. Pudo percibir—aunque débilmente—lo que ocurría a su alrededor. Pero con el tiempo, esa conexión se debilitó, intermitente hasta casi desaparecer.

Aun así, a través de sensaciones embotadas y los leves murmullos de Giselle, intuyó lo que había hecho: «Le he hecho algo imperdonable otra vez.»

Hubiera sido un alivio recuperar el control a mitad del acto, pero las piernas de Edwin—y lo que vio entre ellas—confirmaron que ya era demasiado tarde. Aún así, Giselle no lo culpó.

 

—No. Solo me alegra que hayas vuelto, Ajussi.

 

¿Realmente he vuelto?

Edwin había intentado abrir la escotilla de su conciencia todo ese tiempo, sin éxito. Hasta que, sin previo aviso, cedió.

Solo al ver el estado de su cuerpo entendió por qué: «La resistencia de ese bastardo se debilitó justo después del clímax.»

Era obvio que, una vez que la excitación sexual menguara y recuperara la lucidez, intentaría retomar el control. Edwin no sabía cómo evitar que le arrebataran el cuerpo otra vez. El tiempo corría. Mientras Giselle se vestía con la camisa en el sofá, él la apremió:

 

—Sal de aquí antes de que se dé cuenta y me quite el cuerpo otra vez.

—No puedo.

El muy desgraciado había instalado una cerradura de combinación—como las de las cajas fuertes—en la puerta del penthouse. La bloqueaba cada vez que entraba, para que Giselle no pudiera escapar ni si él bajaba la guardia.

—¿No sabes la contraseña?

 

Edwin intentó recordarla, pero no vino a su mente. Tendría que relajarse, abrir la escotilla y buscar en los recuerdos ocultos de ese tipo. Sin un hipnotizador profesional, no estaba seguro de lograrlo.

O quizá ni siquiera necesitara hipnosis. Pronto, el otro recuperaría el cuerpo y Edwin sería arrastrado de vuelta al subconsciente.

Pero si esta vez caía inconsciente como de costumbre, no podría salvar a Giselle. Aunque se aferrara a este cuerpo, ¿de qué serviría? Ambos seguirían atrapados.

Al final, llegó a la conclusión de que no había más remedio que regresar, por muy temerario que fuera, y encontrar la combinación del cerrojo.

 

—Creo que debo volver para averiguarlo.

—Te esperaré.

 

La inteligente chica no preguntó adónde iba ni le rogó que se quedara.

 

—Solo aguanta hasta entonces. Lo siento.

—No, no te preocupes. Yo estaré bien. Hasta ahora he estado bien, ¿no? Aunque la personalidad de Lorenz es un poco… traviesa, es bueno conmigo.

 

Giselle parloteó con falsa valentía, riendo como si no tuviera preocupaciones. Como si él no supiera que mentía.

Giselle, lo vi todo. Vi cómo llorabas porque querías ir a la escuela.

Y eso no fue todo lo que vi. Por eso no podía decírselo. Hacerse el desentendido era lo más cortés.

 

—¡Ah! ¡Espera! Ajussi…

 

Justo cuando estaba a punto de perder el control de su cuerpo de nuevo, Giselle lo llamó con voz apurada.

 

—¿Qué pasa?

—Si despiertas así… Lorenz se dará cuenta de que volviste…

 

Tenía razón. Si eso pasaba, ese bastardo podría sabotear el intento de Edwin de encontrar la combinación, cambiarla o incluso llevarse a Giselle a otro lugar.

Pero lo que realmente hizo titubear a Giselle, ruborizándose al mencionarlo, era que tendrían que volver a la misma posición en la que estaban antes: su cuerpo desnudo, su lengua profundamente en su boca.

Y ese maldito perro en celo no se había conformado solo con eso.

Había enfrentado incontables peligros, había pasado por todo tipo de batallas, pero nada lo había dejado tan paralizado como esto: verse obligado a realizar, por voluntad propia, ese acto repugnante que jamás debería ser permitido.

Sin embargo, ni siquiera hubo tiempo para el conflicto o el tormento. El sonido de la camisa de Edwin siendo arrancada y arrojada al suelo resonó en la habitación. Mientras sentía en su piel el movimiento de Giselle al recostarse en el sofá, él alzó por fin la cabeza, que había mantenido baja todo ese tiempo. Pero sus ojos permanecieron cerrados, avanzando hacia ella solo con el tacto de sus dedos.

La imposibilidad de ver lo obligó a palpar sus piernas desnudas y su cintura. Mirar el cuerpo de Giselle habría sido una falta de decoro. ¿Y tocarlo? No sabía cuál de los dos consideraría ella más apropiado, pero para Edwin, ambas eran igual de imperdonables.

Bajo sus yemas de los dedos, el cuerpo de Giselle se tensó con una nitidez que lo hizo desear matarse allí mismo. Sumido en ese odio hacia sí mismo, volvió a subir sobre ella. Ahora le esperaba la parte más difícil.

En la misma postura en que había recuperado la compostura.

Edwin aún sostenía en su mano la base de su propio miembro, rígido y repulsivo.

Ajussi está a punto de entrar en mí.

Aunque ya era algo habitual, el corazón de Giselle se aceleró. Incluso si era el mismo acto, no era lo mismo cuando era él, y no otro hombre.

 

—Hnn…

 

Ajussi está dentro de mí.

Sabía que lo correcto sería cerrar los ojos, pero Giselle no podía apartar la mirada de quien siempre había amado en secreto y que ahora se fundía con su cuerpo. El hombre que amaba le entregaba, con sus propias manos, un símbolo de deseo. Su razón le decía que esto estaba mal, pero su pecho ignoraba toda lógica y palpitaba con fuerza.

¿En qué momento me convertí en un monstruo para Giselle?

Aunque la vista estaba negada, el calor de su cuerpo y la suave pero firme presión que envolvía la punta de su miembro le provocaron un escalofrío que le heló la espina dorsal. Pero, al menos, eso le confirmó que lo había logrado: había encontrado su entrada sin necesidad de buscar a tientas, guiado solo por instinto.

El miembro, aún lejos de aplacar su rigidez, se deslizó con facilidad hacia el vientre de la niña. Edwin creyó que la inserción se había detenido al tocar el fondo de su vagina, pero su cuerpo, actuando por instinto, giró las caderas. En cuanto ajustó el ángulo, su sexo abrió el estrecho canal de Giselle y se hundió hasta la raíz en un solo movimiento deslizante. Una oleada de vértigo lo invadió, seguida de un horror helado.

Lo que había imaginado como lo más difícil resultó sencillo… y esa facilidad lo llevó a una terrible revelación: su cuerpo conocía demasiado bien el de Giselle. Recordaba la forma y ubicación de lo que jamás debería haber aprendido, moviéndose sin pensar.

 

—Mmm….

 

El placer lo golpeó primero en la punta del sexo, seguido de una culpa que lo petrificó. Giselle, al sentir su estremecimiento involuntario, se alarmó: las paredes de su vagina, aún convulsivas tras el orgasmo, se contrajeron sin control. Temió que él malinterpretara esos espasmos como un intento de seducción, y el corazón le dio un vuelco.

 

—Es que mi cuerpo… no me obedece.

 

La explicación le sonó a excusa patética en cuanto la pronunció. Mientras mordisqueaba su propio labio inferior, Edwin humedeció sus labios resecos y murmuró:

 

—Perdóname.

—Yo también lo siento.

 

Mientras observaba cómo el rostro de él —antes tenso— se deformaba en agonía, la culpa en su pecho ahogó cualquier atisbo de emoción.

 

—¿Por qué tú pides perdón?

—Porque tú… ah….

 

Intentó decirle que no debía disculparse, pero las palabras se cortaron cuando él inclinó la cabeza y hundió los dientes en su labio.

 

Boom.

 

En ese instante, su corazón sacudió todo su cuerpo y luego se detuvo. Cuando la lengua de él entró con timidez por entre sus labios entreabiertos, el corazón volvió a latir como un corcel desbocado.

Él me está besando. Él… No otro, sino él…

Sabía que era un beso vacío, una mera pose para que el demonio recordara su última acción. Pero, aun así, su pecho se agitó con una mezcla de vergüenza y euforia. Odio ser tan estúpida, odio que esto me haga latir el corazón… pero no podía evitarlo. Era una fuerza mayor.

Así es su beso.

El de un hombre grande que contiene su fuerza, temeroso de lastimar a la frágil mujer entre sus brazos. Cada movimiento era precavido, deliberado… tan propio de él. Un beso que solo Edwin podría dar.

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