Marquesa Maron - MARMAR - Volumen 2 - Capítulo 184
A la mañana siguiente, al despertar, vi que los niños, impedidos de salir a jugar por culpa de la lluvia, se habían reunido en círculo para jugar al gonggi. Uno de ellos logró llegar a los treinta puntos y, disimuladamente, lanzó una mirada codiciosa a Campanilla mientras apretaba el puño con determinación, pero al parecer su límite eran los treinta, porque en la siguiente ronda cometió un error y se le cayó el ánimo de inmediato.
Asure: Gonggi (en coreano: 공기) es un juego coreano de patio al que tradicionalmente se juega con cinco o más piedrecitas del tamaño de una uva o piedras de plástico. Se puede jugar solo o con amigos. Las piedras se llaman gonggitdol (en coreano: 공깃돌, lit. ‘piedras gonggi’). El juego tiene cinco niveles de dificultad creciente, que ponen a prueba la coordinación ojo-mano, la destreza y la sincronización.
Tal vez por la lluvia, el cuerpo se me sentía pesado y no logré salir de la cama hasta cerca del mediodía. Al final, no pude resistir los regaños de Campanilla, que amenazaba con sembrarme en la cama si no me levantaba de una vez, y salí a la calle con un paraguas en la mano.
Fue entonces cuando me encontré con Vanadis, completamente empapada, blandiendo unas ramas.
La joven Aquapher, que acababa de alcanzar la mayoría de edad, se movía entre la lluvia desprendiendo una energía vaporosa, como un espejismo.
En el rostro juvenil de Vanadis se leían sin ambigüedad la rabia, la tristeza, el rencor. Era un odio puro, sin artificio, sin máscaras, sin saber aún cómo esconderlo o fingirlo.
Me bastó una mirada para darme cuenta de que la rama que blandía era de romero, y fui a sentarme en cuclillas bajo un árbol, donde la lluvia caía un poco menos.
—¿Hasta Romero te prestó sus ramas?
—¿Y tú qué miras?
Vanadis se sobresaltó y me clavó la mirada. Sabía que solía mirar así a cualquiera para parecer fuerte, pero con el agua de lluvia metiéndosele en los ojos, pestañeaba tanto que parecía que estuviera guiñando.
Le tendí mis gafas de sol de madera y le dije:
—Las encontré por ahí.
—¿Y esto qué es?
—Gafas de sol.
—¿Y para qué sirven?
—Para ponértelas cuando no quieres ver nada del maldito mundo. Pruébatelas.
Vanadis me lanzó una mirada recelosa, pero después se las puso, vacilante. Entonces soltó un suspiro como un soplo de viento y murmuró:
—No se ve nada.
—De eso se trata.
—……
—Aunque tengas los ojos abiertos, no ves nada. Así, al menos, no tienes que dar explicaciones. Llévalas puestas. Si algún día quieres quitártelas, me las devuelves.
—No es gran cosa… Podría hacerme otras.
—Pues pídeselas a esos señores que tanto te gustan.
Vanadis cerró la boca con firmeza. Aunque refunfuñara con palabras, parecía que las gafas de sol de madera le habían gustado bastante, porque no hacía el menor intento por quitárselas.
No veía absolutamente nada, ¿y aun así qué necesidad tenía de mantener esa postura tan erguida? Vanadis se quedó de pie en el mismo sitio, aferrando con fuerza las ramas con ambas manos y levantándolas.
Con solo dar un paso desde ahí, se desplegaría un mundo completamente diferente. Un mundo donde no hay nadie más que yo, pero que ni siquiera yo soy capaz de controlar del todo. Eso es lo que significa no poder ver el camino delante de ti.
Quizá por eso, Vanadis, con sensatez, permanecía quieta en un solo lugar, limitándose a mover los brazos. Así, poco a poco, iba encontrando el ritmo. Yo levanté un poco la punta del paraguas para poder seguir mirándola.
Toda la ropa que llevaba Vanadis era de Quentin. El dobladillo de las prendas, empapadas por la lluvia, colgaba lánguido y desgastado. El agua chorreaba por la falda.
¿Está bien que esté tanto rato bajo la lluvia? Ella dice que ya no es una niña, pero para mí aún lo es. Si se resfría, va a ser un problema. Aunque, bueno, ahora que ha recuperado su corazón… tal vez sea más fuerte.
Estaba agachado, sumido en esas ideas, cuando Vanadis, alzando la rama hacia el frente, dijo con brusquedad:
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por venir a buscar a Ilyen. Y por… devolverme el corazón.
Una muestra de gratitud completamente inesperada. Yo pensaba que era de esos adolescentes con la “enfermedad” de que si decían “gracias” se morían. Pero parece que no. ¿Será porque ya pasó el Día de la Mayoría de Edad?
Respondí como todo un adulto:
—Ey, si estás tan agradecida, págame con dinero.
—No tengo dinero.
—Entonces no hace falta que agradezcas…
—Lo robaré para ti.
—¡Ey!
¿Dónde está Valen ahora? ¡Se supone que él es el encargado de Vanadis! ¡Alguien tiene que enseñarle que robar está mal!
—Cuando me vengue del Papa y sus lacayos… Ese día lo robaré y te lo daré. Todo.
—Ah, ya veo.
Bueno, si es por eso… Asentí con gusto. Esos bastardos del clero me caen pésimo, pero el oro no tiene la culpa de nada. Que lo traiga, y nosotros sabremos darle buen uso. Comprar comida rica, ropa bonita, y de vez en cuando, algo inútil pero caro para consolarme.
—Y esto también…
Vanadis frunció el ceño y señaló las gafas de sol de madera.
—Gracias.
No respondí. Y Vanadis tampoco parecía esperar una respuesta.
No sabía exactamente qué tipo de cambio interior había provocado todo este incidente —haber enviado al traidor Aquapher al otro lado de la Puerta del Inframundo—, pero lo cierto es que Vanadis parecía mucho más tranquila que antes.
No es que su deseo de venganza o su odio hubieran desaparecido, pero sí se notaba menos ansiedad, menos desesperación.
Le sonreí con malicia y le dije:
—Con ese ritmo, ¿cuándo piensas estar a la altura de Reikart o de Romero? Tienes que esforzarte más.
—Lo haré.
—Y escúchame bien. El día que te hayas aprovechado de todo lo que este sitio tiene para darte, no te atrevas a darme la espalda, ¿entendido? Que sepas que hasta esa ramita que estás usando ahora es parte de todo lo que se te ha dado. Como se te ocurra huir, voy a ir a buscarte hasta el fin del mundo y traerte de vuelta a rastras.
—¿Qué?
—Cuando termines de usarla, plántala en algún sitio decente. No la tires como si nada.
Voy a tener que salir pronto a comprar ropa. Ya está bien de hacerla yo misma, tiene un límite. Con lo que cuesta uno de mis vestidos, podría comprarle a ella más de diez mudas.
[A Su Alteza, Príncipe Heredero Maris Mare,
Confiamos en que la gloria de Casnatura pronto se corone con la dignidad de Su Majestad como futuro rey.
Si al presentar a la única hija de nuestra familia ante Su Alteza percibiese la más mínima falta de respeto, permita que me disculpe sinceramente de antemano. Como meros súbditos, no nos atrevemos a interrumpir los deberes de Su Alteza, es por ello que nos permitimos transmitirle nuestros sentimientos mediante este retrato y carta.
La joven es una brillante académica que completó sus estudios en la Academia Holt hace ya tres años, graduándose de forma anticipada. Posee además un notable talento literario, habiendo colaborado en la redacción de memorias para varios ancianos distinguidos, lo cual nos permite asegurar que está plenamente capacitada para acompañar dignamente a Su Alteza.
De rostro agraciado y corazón recto, es una muchacha profundamente leal a la familia real de Casnatura.
Aunque sólo haya podido contemplarlo desde lejos… confiesa que cayó rendida a los pies de Su Alteza en cuanto lo vio.]
—¿Esto se supone que es una propuesta de matrimonio, una carta de amor o simplemente una oda al orgullo parental?
Maris preguntó mientras desplegaba el largo rollo de papel.
Comprendía que una simple hoja no fuese suficiente, así que podía aceptar que se hubieran tomado la molestia de usar un pergamino tan extenso… pero el contenido no era más que una interminable lista de elogios a su hija, aderezados con fragmentos que bien podrían haber sido copiados de una novela romántica cualquiera.
[Aunque intenté contener mis sentimientos y guardarlos en silencio como mera admiración desde la distancia, ver a Su Alteza recorrer el reino durante el último año, entregándose con tanto sacrificio, hizo que mi corazón se sintiera desgarrado de dolor…]
—Si tanto le dolía el corazón, bien podría haber venido corriendo a ayudarme con el trabajo, ¿no? ¿No decían que era una prodigio que se graduó antes de tiempo de la academia? Pero su nombre no lo he visto jamás en ninguna solicitud para asistente.
El asistente hablaba mientras cerraba cuidadosamente las ventanas por donde se colaba la lluvia.
—Alteza, si no le gusta, simplemente diga que no le gusta.
A pesar del aguacero, Maris no dejaba de abrir las ventanas diciendo que quería «ver la lluvia», lo cual no le sentaba nada bien a su imagen. El marco estaba ya lleno de marcas húmedas y gotas.
Refunfuñando, el asistente echó otro tronco al fuego de la chimenea. Aunque Maris insistía en que tenía calor y que no hacía falta más leña, era inútil.
Tras asegurarse de que las llamas se avivaban, el asistente señaló con respeto la pila de cartas de proposiciones matrimoniales apiladas en la mesa.
—¿Desea que las queme?
—Seguro que se esmeraron escribiéndolas, al menos debería leerlas.
—Ya las leí todas, Alteza.
—¿Ah, sí? Entonces quémalas.
Maris soltó la carta sin la menor muestra de apego. Mientras el asistente las iba echando una a una al fuego, Maris volvió a abrir de golpe la ventana cerrada.
El sonido de la lluvia era estruendoso pero refrescante. Gotas de agua se acumulaban en el largo cabello de Maris mientras se apoyaba en la ventana, mirando hacia fuera.
—¡Por favor, basta ya! Que Su Alteza esté así, hace que yo también me sienta todo extraño e inquieto.
—Déjame en paz.
—¿Cómo voy a dejarlo? Mi deber es atender cada uno de los movimientos de Su Alteza.
—Para eso están los sirvientes.
—¿Y no era Su Alteza quien decía que no se fiaba de nadie como para tener sirvientes?
—No tienes ni una pizca de consideración. Si vas a estar quejándote así delante de alguien con el corazón roto, mejor presenta tu renuncia.
—No diga esa palabra.
—¿Cuál?
—»Corazón roto», por favor.
El asistente lanzó de golpe el resto de las cartas al fuego y se estremeció ligeramente.
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