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En el jardin de Mayo - EEJDM - Capítulo 107

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  4. Capítulo 107
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El estado de la habitación era impactante. Estimulantes y analgésicos medio vacíos por todas partes, cubriendo la consola, el escritorio y la mesita de café, al alcance de la mano. Pastillas de todo tipo cuyo ingrediente ni siquiera se podía saber, y a un lado, una fila de botellas de alcohol de alta graduación…

Claro, él ya sabía que los hábitos de consumo de su primo no eran los mejores. Prefería las cosas más fuertes, ya fuera alcohol o tabaco, en vez de las de mejor calidad. Pero…

—……

Edgar, sin darse cuenta, se cubrió la boca. ¿Por qué demonios había tranquilizantes, que solo toman los pacientes con trastornos nerviosos terminales, junto a los estimulantes? Tomar solo estimulantes o solo tranquilizantes ya estaría abusando del cerebro hasta el límite.

No había forma de que esto fuera así a menos que estuviera decidido a arruinarse la mente por completo. No podía creer que se hubiera metido esas cosas al cuerpo y aun así hubiera logrado cumplir con una agenda tan exigente sin inmutarse.

Lo más importante era que Theodore aún no se había dado cuenta de que él se había acercado. Edgar frunció los labios y golpeó el escritorio un par de veces con el puño.

—Ya que llegó alguien, ¿por qué no saludas primero?

Solo entonces el duque pareció notar al intruso en su habitación. Theodore, que había estado con la cabeza gacha, sujetándose las sienes, por fin apartó la mirada de los documentos que leía. La sensación de incomodidad llegó en cuanto sus ojos se encontraron.

Pupilas contraídas de forma inestable, que hacían que sus ojos azules parecieran aún más pálidos, el temblor de sus párpados y las sombras profundas. Señales que no eran normales y que se sentían como un presagio aún más inquietante.

Era un nivel en el que no sabía por dónde empezar a señalar, pero su primo, como si nada, guardó los documentos. Su mirada fría se levantó un segundo más tarde.

—Te dije que no entraras, Edgar.

—Es que yo…

—No creo que Valet se haya ido. Seguramente te advirtió.

—……

—¿Ahora mis palabras te suenan a mierda?

Edgar soltó una risa hueca ante el vulgar insulto que salió disparado con tan mal genio. Ah, sí. Este imbécil era un militar… En Linden, había fingido ser un caballero impecable durante tanto tiempo que se le había olvidado de dónde venía.

Desde los dieciséis, cuando su cabeza empezó a pensar por sí misma, se metió en la academia militar, y hasta ahora, a los veintitrés, sigue sirviendo en la Marina de Ingram, que es famosa por ser ruda. Y eso que ha batido récords de ascenso.

Pensándolo bien, eso era aún más escalofriante. El hecho de que estuviera tan al límite que incluso olvidaba esa máscara hipócrita que mantenía adecuadamente frente a su propia sangre. Y esa actitud de él, creyendo firmemente que está perfectamente bien.

—¿Comes? ¿Duermes?

—No sé con qué intención lo preguntas. Estoy perfectamente bien.

—… ¿Perfectamente bien?

—Simplemente no tengo tiempo. Hay mucho trabajo y, lamentablemente, solo tengo un cuerpo.

Theodore respondió sin darle importancia, terminando la carta que enviaría al Ministro de Relaciones Exteriores. Mientras la tinta se secaba, derritió cera con una mano y, con la otra, tomó el siguiente documento para leerlo.

El duque, que había estado pasando hojas en silencio por un buen rato, de repente preguntó, como si algo le molestara:

—¿Vas a seguir parado ahí?

—La anciana me pidió que te la entregara. Aunque, en realidad, creo que lo que más le intrigaba era cómo estabas.

Edgar dejó la carta en el escritorio y levantó las manos, retrocediendo, como si Theodore fuera alguien que pudiera perder la cabeza y enloquecer en cualquier momento. Theodore miró a Edgar con ojos fastidiados. De alguna manera, se sentía tratado como un animal, lo que le ponía de mal humor, pero no tenía una excusa obvia para quejarse, lo que lo hacía aún más molesto…

—Ya te di y ya recibiste, así que el asunto está zanjado. Ya puedes irte.

—Antes de irme, solo una pregunta.

—Edgar. ¿Crees que lo de que estoy ocupado es un chiste?

Theodore se apartó el cabello, un poco irritado. En el último siglo, la única guerra local que hubo fue la de Dersen-Soma hace diez años. Los veteranos que regresaron de ese infierno y el Partido Laborista se mostraban escépticos ante la participación en esta guerra, pero el primer ministro estaba empujando a los jóvenes casi hasta la locura.

‘Gloria al Rey, prosperidad a la Nación’

Los ingleses estaban completamente convencidos por esos lemas de propaganda simples pero destructivos que salían de la boca del primer ministro. El parlamento y las cafeterías estaban ruidosos día tras día con discusiones sobre cómo debían darles una lección a los alemanes y que no debían perder la supremacía marítima.

Inmediatamente, todas las fábricas, incluidas las automotrices, empezaron a discutir la conversión para producir material bélico, y comenzaron a contratar mujeres para reemplazar a los trabajadores masculinos que eran reclutados. Humanos, máquinas, caballos, madera, hasta las materias primas. Todas las cosas valiosas y preciosas serían consumidas sin sentido.

La guerra era el derroche más lujoso que los humanos podían cometer. Y él, en ese proceso, esperaba que los valores que Battenberg debía proteger permanecieran intactos…

—¿Morirte por trabajar es tu meta en la vida?

Theodore se apretó los párpados con una mano temblorosa. Su concentración estaba al límite, su paciencia se estaba agotando rápidamente por Edgar, y parecía que un poco más de desastre no haría ninguna diferencia.

El duque suspiró cansado y se levantó de la silla. Se sirvió alcohol en un vaso y dejó caer dos pastillas estimulantes recién recetadas. Por lo general, ambos funcionaban bien. Evitaban que se le despejara demasiado la mente y hacían que el efecto de la droga se extendiera rápidamente por todo su cuerpo… disminuyendo significativamente la frecuencia de pensamientos inútiles.

Y cuando ya no podía soportar la mente tan sensible, masticaba y tragaba un tranquilizante. Era la máxima eficiencia.

—Deberíamos mantener nuestros límites, ¿no?

El duque, que había estado echado hacia atrás bebiendo el alcohol como si fuera medicina, enderezó la cabeza y advirtió. Edgar respondió como si estuviera siendo tratado injustamente:

—¿Es que no puedo decirte ni esto?

—Me refiero a que no te indigestes por andar picoteando acciones o bonos sin ton ni son.

—…Ah.

—Tocaste un poco de todo. ¿En serio creíste que no me daría cuenta?

Edgar se detuvo un momento y luego, sin demoras, soltó una risa avergonzada. Después se rascó la nuca y se encogió de hombros.

—Pues… ¿Cuándo he cruzado la línea para que te enojes? Invierto como dices que invierta, y si sobra algo, me lo quedo, así es la cosa.

—¡Qué hipócrita!

—De todas formas, ve a visitar a la abuela pronto. Parece que tiene algo que discutir contigo sobre tu boda.

—……

—Estaba preocupada. Escuchó que un periodista se te pegó. Últimamente… circulan rumores feos, ¿sabes?

El sentimiento anti-alemán se estaba propagando rápidamente. Al principio era débil, pero a medida que la guerra se acercaba, estaba ganando el apoyo del público a un ritmo acelerado. Gente con pancartas discriminatorias que decían que todos los alemanes debían ser encarcelados en campos de concentración o expulsados, se amontonaban en la plaza una tras otra.

La solución era clara. Casarse, ir a la guerra y recibir una medalla. Era un curso de acción fácil. Estaba preparado para eso. Pero, a veces…

—……

Theodore dejó el vaso vacío sobre el escritorio. Por costumbre, tomó en su mano la pieza de ajedrez que ella había dejado. El calor de Vanessa ya había desaparecido por completo, y tal vez ella ni siquiera recordaría que la había dejado caer al suelo antes de irse. Aun así.

Al principio, se sentía como la decisión de Vanessa de huir de su lado, pero ahora, jodidamente, también se sentía como él mismo, abandonado. Sin embargo, era ridículo que esa fuera la única huella que había dejado en ese enorme hotel, y que aún no podía decidirse a tirarla.

Se llevó la mano grande a los ojos cansados. Cerró los ojos un momento y, al abrirlos, como siempre, no había nadie en la habitación.

⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

[¡Eh, un momento, señorita Liber!]

La voz que la llamaba hizo que Vanessa se detuviera mientras bajaba las escaleras. Al mirar hacia atrás, vio a un hombre con el que había intercambiado saludos varias veces, acercándose rápidamente por el vestíbulo.

Vanessa rebuscó en su memoria por un momento y recordó que el nombre del hombre era Jacques Marshal. Que ahora tenía veinticinco años, era hijo del mayordomo que había trabajado mucho tiempo para el marquesado de Polignac, y que estaba estudiando literatura en San Gregorio. Ella ajustó la bolsa con sus libros de texto en ambas manos y lo saludó sin demora.

[Jacques Marshal. ¿Cómo ha estado?]

Con solo eso, las orejas del joven se tiñeron de rojo. Con el simple hecho de que ella supiera su nombre y lo hubiera pronunciado.

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Comments for chapter "Capítulo 107"

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1 Comment

  1. Eliz_2000

    Gracias Dios por dejar que Theo se revuelque un poco en la desesperación

    junio 3, 2025 at 6:20 pm
    Responder
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