Batalla de Divorcio - BATDIV - Capítulo 58
—Mi, mi cuerpo… se siente… muy raro. Hic… Pero no va a cambiar… nada…
¿No estaba siendo demasiado cruel, hablando así como si no fuera con él? ¿Sabía acaso lo injusto que estaba siendo? Aun sin responder, Maxim siguió tranquilamente acariciando a Daisy, como si tratara de calmarla. Mientras tanto, fue desabrochando los botones del vestido hasta abajo.
—Solo… si lo comprobamos juntos, puede que a Izzy le dé un poco menos de miedo.
—¿Qué…?
—A mí me hace bien… y puede que a Izzy también. No, mejor dicho, voy a hacer que le guste. Así que no te preocupes tanto, ¿sí?
Sus manos eran tan hábiles que, antes de que terminara de hablar, la parte superior del vestido ya había caído y solo quedaba la ropa interior. Daisy, sobresaltada, cruzó los brazos sobre el pecho para cubrirse, pero Maxim volvió a atraerla hacia sí, calmándola suavemente, impidiendo que se ocultara.
—Quietecita.
—No puedo… Max… Siento que el corazón se me va a… hic…
—Otra vez llevas algo diminuto. Te sientes apretada porque tu cuerpo no puede respirar bien así.
Mientras Daisy se removía nerviosa y sollozaba, él terminó de quitarle la ropa interior con una destreza sorprendente.
—Pero bueno, míralo por el lado positivo. Mejor que lo “coma” Izzy que yo, ¿no te parece?
—¿Q-qué estás diciendo…? Hic…
—Lo que pasa es que yo sí puedo manejar a Izzy sin problemas.
—…
—Si hubiera sido yo quien lo “comiera”…
Cuando la ropa interior cayó al suelo, sus pechos blancos, redondos como lunas, quedaron completamente expuestos. Maxim, interrumpiendo su propia frase, tragó saliva con un sonoro “glup”, y su prominente nuez se alzó y bajó visiblemente.
Luego la sostuvo con un brazo por la espalda y la recostó con cuidado sobre el sofá.
—Haa… Izzy no habría podido con esto.
Y antes de terminar de hablar, hundió los labios en sus pechos.
Daisy, con los ojos llorosos, miraba a Maxim, que frotaba su rostro contra sus senos como un niño hambriento.
Ver su rostro hundido en aquellos pechos suaves y generosos le provocaba una sensación extraña, difícil de explicar. El aliento cálido que acariciaba su piel delicada, el roce sutil de sus labios descendiendo con cuidado… hacía que algo dentro de ella comenzara a hervir, extendiéndose cada vez más.
Fue ella quien, al fin y al cabo, le había pedido que lo hiciera. Pero aunque su cuerpo ardía, no podía evitar que el miedo también se le colara entre las costillas. Y aun así, no deseaba apartarlo con fuerza. Sentía una mezcla desconcertante de deseo y temor.
—…U-una, una cosa. Antes… un beso.
Temblorosa en sus brazos, Daisy terminó por balbucear, empujando con suavidad a Maxim. Él se incorporó lentamente y la observó desde arriba, donde ella yacía jadeando, con los pechos al descubierto.
Por un momento, quedó absorto mirando aquella piel blanca como la leche. Sin apartar los ojos de su pecho, preguntó en voz baja, como si su tono natural ya no pudiera descender más:
—A mí me da igual… pero, ¿Izzy no tiene prisa?
—Es solo que… es todo muy raro. Así que… bésame primero. ¿Sí?
—Como quieras.
En realidad, tampoco a él le daba igual.
Tenía esos pechos tan tentadores justo delante, y aún así, ahora ella se los ofrecía para luego pedírselos de vuelta entre sollozos, exigiendo un beso. Aquella actitud caprichosa, como de rana que salta justo a donde dijiste que no iría, solo lo encendía aún más.
Esa mujer no le daba ni un solo segundo de descanso mental. Lo sacaba de su eje con cada palabra, cada gesto.
—Prometí obedecer, así que concederé su deseo, Su Majestad.
Que le pidiera un beso… en comparación con las veces que solo huía, eso ya era todo un lujo.
Maxim bajó el torso y volvió a sellar sus labios con los de ella. Los ojos de Daisy se abrieron como platos, como si fueran a estallar. La humedad de sus labios se entrelazaba con la de él, y la lengua se aventuró un poco más allá, buscando un rincón más íntimo.
Con los labios temblorosos, ella intentaba seguirle el ritmo, pero su lengua se sentía rígida, atrapada en la tensión. Maxim, deseando calmarla, acariciaba con la suya el interior de su labio superior, y rozaba apenas sus dientes frontales.
El calor dentro de su boca era evidente, pero más evidente aún era el nerviosismo. Entre dientes apretados, ella dejaba escapar gemidos ahogados, y él no podía evitar mirarla con una ternura inesperada.
—Aaah… ¿Por qué… de nuevo…?
Cuando él separó los labios apenas un instante, Daisy gimoteó con impaciencia. Movía las manos con timidez, como si buscara algo, como si lo necesitara.
Sí, eso era justo lo que quería. Que lo necesitara más. Que lo deseara aún más.
Había jurado obedecer solo por ella, por su reina… y sin embargo, aquí estaba, sintiendo un placer infantil por jugar con sus emociones, por provocarla.
Incluso él lo sabía: no había redención posible.
Por más que lo negara, la verdad era que le sentaba mejor tenerla entre sus manos, jugar con ella, que simplemente obedecerla.
En realidad, desde lograr que le diera un beso en la mejilla hasta llegar a un verdadero beso, todo lo había sacado a fuerza de soltarle a Daisy una sarta de sofismas. Insistió y forzó la situación, hasta que lo consiguió.
Manipular a los demás para que actuaran como él quería no era difícil. Esa era, de hecho, una de las razones por las que Maxim destacaba entre los altos mandos del ejército. Pero si Daisy llegaba a darse cuenta de que había caído en su juego, se enfurecería al instante, le gritaría con rabia contenida, y al final, sin poder contener más el enojo, acabaría llorando.
Solo imaginarlo le parecía tan adorable que el cuerpo entero le temblaba.
Y aun así, un perro sigue siendo un perro.
Que agitara la cola buscando atención, que se acurrucara pidiendo caricias, que se tumbara boca arriba en sumisión, que fingiera inocencia mientras en realidad se subía encima con descaro pidiendo su presa… e incluso que, de vez en cuando, no obedeciera y se rebelara, zarandeando a esta adorable mujer… todo eso, al fin y al cabo, eran cosas de un maldito perro.
Pero eran facetas que solo mostraba frente a ella. Si era por ella, no le importaba ser lo uno o lo otro.
Con su gran mano, le sujetó con suavidad la mejilla y el mentón, y con el pulgar le presionó lentamente el labio inferior.
—Abre.
A la corta orden, los labios de Daisy se abrieron como por reflejo. Con un desliz delicado, sus dedos se colaron entre los dientes, explorando el interior con lentitud, como si abriera su boca desde dentro. Estaba caliente. Ya no era una niña; si aquello era puro instinto, entonces Daisy se entregaba a él con sorprendente entrega, chupando obediente el pulgar que tenía en la boca. Su carne cálida y blanda se amoldaba a sus largos y delicados dedos.
Cuando la lengua, antes tensa, empezó a relajarse, una sonrisa satisfecha se dibujó en el rostro de Maxim.
Retiró los dedos y, en su lugar, introdujo su propia lengua. Aquella masa tibia presionó la suya, lamiendo el paladar. Primero fue como un juego de cosquillas, un roce suave, y luego se tornó más húmedo, más profundo.
Cuanto más se frotaban las lenguas, más excitado parecía él, hasta que la besó con intensidad, succionando con fuerza. Y aunque a ella le costaba seguirle el ritmo, no lo rechazó. Al contrario, lo acompañaba, como si quisiera lanzarse también. Cuando la presión de su lengua alcanzó la glándula sublingual, la saliva brotó, espesa, y él la sorbió sin dudar, como si bebiera el jugo de una fruta madura.
Un beso que se sentía como si estuvieran haciendo el amor.
A Daisy empezó a faltarle el aire. La cabeza le daba vueltas. Aunque estaba tumbada, sentía como si todo el cuerpo le temblara. Era una sensación extraña. Gimió bajito, y justo cuando su vista empezó a llenarse de blanco, Maxim se apartó por fin de sus labios.
Mientras ella jadeaba, desorientada, los labios de él, calientes y juguetones, descendieron hacia su cuello. Todo su cuerpo ardía, los sentidos estaban despiertos y agudizados. Cada vez que aquellos labios abrasadores la tocaban, Daisy se estremecía y arqueaba la espalda.
—Mmh…
Su lengua trazó un recorrido lento por la línea alargada de su cuello, como el de una cierva, dejando una estela húmeda. Fue una sensación más vertiginosa que cualquier beso. Sin que se diera cuenta, sus labios ya habían alcanzado la zona bajo la oreja, y de ellos brotaron unas palabras maliciosas.
—Parece que tienes las orejas sensibles.
¿Y cómo lo sabía, si ni siquiera se habían acostado? Pero no tuvo tiempo de preguntarse nada. El aliento tibio que le acariciaba el lóbulo hizo que Daisy se estremeciera con un ligero temblor de hombros.
—Haa… ¡No es verdad!
—¿Ah, no? Veamos entonces.
Maxim parecía haber tomado una decisión. Comenzó a mordisquearle suavemente el lóbulo con los dientes entre los labios, jugando con él con insistencia.
¿Y no era ella la que, hace un rato, protestaba con tanta dignidad? Ahora, con cada mordisco, cada succión, Daisy se encogía involuntariamente, como si quisiera esconderse. Resultaba graciosa.
Casi como un perrito pequeño y asustadizo. Uno que, si se le lleva la contraria, se lanza a morder, pero que cuando lo abrazas se revuelve con torpeza hasta que, resoplando, se acurruca contra ti. Al observarla así, Maxim sintió una ternura inesperada.
Desde la pelusa fina que le cubría el lóbulo hasta esos pelillos rebeldes junto a la oreja… todo en ella le resultaba adorable, y le daban ganas de morderlo todo. Le picaban los dientes de solo pensarlo.
—Ah… ¡ah!
Cuando le lamió la oreja de golpe, Daisy soltó un jadeo sonoro.
—Haa… ¿Y ahora? ¿Sigues diciendo que no?
—N-no… no me s-susurres así… ah, hngh…
—¿Susurrarte… así?
“Como ordene, su majestad.” Soltó una risita traviesa y sopló con intención dentro de su oído, un aliento cálido que hizo que Daisy cerrara con fuerza los ojos y se estremeciera violentamente.
—Aaang… ¡nngh… he dicho que no… que pares…!
—Vaya, creo que oí mal. Lo siento mucho.
La sonrisa burlona que se dibujó en sus labios demostraba todo lo contrario: que lo había escuchado perfectamente.
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